Estaba yo tranquilamente en mi casa cuando mi hermana me mandó un wasap con la triste noticia de que el cuerpo de don Cándido iba a ser exhumado debido a una demanda de paternidad. Mi primera reacción fue de sorpresa, e inmediatamente pasé a la rabia y la frustración. Baste decir que en mis 46 años de vida nunca he oído a nadie hablar mal de don Cándido. Por el contrario, todos los que le conocían ensalzaba lo mucho que trabajó por y para sus feligreses, sus logros y su generosidad. Y ahora, una vez fallecido, todo ese trabajo y buen hacer quiere verse manchado por una demanda de paternidad o, mejor dicho, por la codicia.

Sí, sí, aquí se está hablando de codicia, de puro y duro amor al dinero, no de paternidad. Don Cándido, sea o no cierto que el demandante es su hijo, nunca será padre, por si alguien no se ha enterado, ¡está muerto y los muertos no pueden ser padres! Eso sí, los muertos dejan herencias y, si éstas se presumen sustanciosas, suelen salir hijos hasta de debajo de las piedras, si no que le pregunten a Dalí. Y esto es precisamente lo que le ha pasado a don Cándido, que le ha salido un vástago que ha esperado a que falleciera para intentar hacer caja. Porque aquí no estamos hablando de que el demandante quisiera un padre, que al parecer ya tiene uno legal, al que querer y cuidar, sino que se está buscando una fuente de ingresos sin complicaciones.

Por eso me resulta absolutamente deplorable que se autorice la exhumación de un difunto en nombre de la codicia, ya que el demandante en cuestión pudo reclamar esa paternidad en vida.

En Estados Unidos, en donde resido actualmente, este tipo de casos son tremendamente inusuales, ¿por qué? La respuesta es muy sencilla, uno puede testar a quien quiera y no existe la legítima de los hijos.

Así pues, al no existir la obligación de dejar la herencia a los hijos, las demandas de paternidad post mortem no afectan a los derechos sucesorios y, en consecuencia, son casi inexistentes.

El caso estadounidense muestra claramente cómo la ausencia de beneficio económico conlleva que nadie tenga interés en reclamar paternidades post mortem, evitando que la mera codicia sea el motor de estos procesos.

Recientemente hemos visto en los medios otros casos de demandas de paternidad, como la del Cordobés y la del supuesto hijo de Julio Iglesias, demandas que han sido interpuestas siguiendo el espíritu de la ley, proteger el derecho de todo hijo a tener un padre. Los citados personajes han interpuesto sendas demandas en vida de sus padres y han luchado admirablemente por el reconocimiento de sus derechos. El caso de don Cándido es bien distinto. ¿Quién le ha dado a don Cándido su derecho a contestar a la demanda? ¿Quién se ha preocupado por don Cándido en sus últimos días y quién lo cuido? ¿Por qué no abrió este procedimiento estando don Cándido en vida? ¿Cuál es el papelón en el que deja a su padre legal?, ¿y a su madre? Don Cándido heredó un patrimonio de sus difuntos hermanos, ¿hubieran testado ese patrimonio a don Cándido de saber la existencia de este supuesto hijo? ¿Por qué la codicia de alguien de quien don Cándido nunca será padre tiene que perjudicar a terceros?

Tal vez sea yo mal pensada, pero me da que esta demanda de paternidad no es para poder contribuir a los gastos del entierro de don Cándido, o para tener recuerdos de don Cándido, o para llevarle flores, o para limpiar la imagen de su madre -que ha quedado bastante maltrecha con la demanda, pero para algunas personas hasta el honor tiene un precio.

Más bien para causar dolor, para manchar la reputación del que piensa es su padre biológico, para humillar a sus padres legales, para perjudicar a los herederos de don Cándido, para ganarse el desprecio de los feligreses de don Cándido y, seguramente lo más importante para el demandante, para saciar su codicia.

Paternidad no, codicia.