Es difícil establecer las diferencias que definen y distinguen a unos pueblos de otros si no se recurre a los tópicos que todos manejamos.

Pero es fácil establecer que un todo se compone de distintas partes que -de modo sistémico- interactúan entre sí para formarlo, de manera que sin una de sus partes el todo deja de ser él mismo para transformarse en una imitación, muy similar, pero imitación al fin y al cabo.

Entre todos constituimos, con sus imperfecciones, el pueblo español y lo constituimos de modo sistémico, de manera que el todo no se explica sin las partes, y todas ellas, imprescindibles, interactúan entre sí en innumerables combinaciones para ser España. Ninguna parte es España por sí sola y todas ellas lo son a la vez.

Nuestro sistema jurídico-político ha abierto los cauces para que cada uno de sus pueblos se autoorganice conforme a sus propias singularidades. Y lo ha hecho de forma generosa, habilitando que cada uno potencie su propio crecimiento y mejoren así el todo, incluso mediante propuestas de modificación del mismo. No se ha hecho, sin embargo, para que, como decía Adolfo Suárez, "la autonomía pueda ni deba concebirse como una plataforma de confrontación con el Estado, sino justamente como organización del Estado que es de todos y a todos debe servir".

Hay quien, sin identificar qué es eso que tanto aborrecen del todo al que pertenecen, incluso enfrentándose entre sí, se quieren separar de España, cuando sus mayores cotas de ser ellos mismos precisamente la han alcanzado gracias al todo-España. Y recíprocamente el todo-España debe a las partes que la integran su actual posición en el mundo. La pregunta entonces es ¿qué quedaría de España sin ellos? O es toda España o no es nada.

Reclamo nuestro derecho a una España íntegra, aun imperfecta; a una España que no sea una mera imitación de sí misma y que tenga por habitantes a imitadores del todo sistémico anterior y apelo a nuestro deber común de mejorarla. O España o nada.