¡Viva / vive Montoya!

El suceso encajaría en páginas de Poe, Lovecraft o Sheridan Le Fanu, pero una circunstancia bien propia del negruzco humor patrio hizo pasar los hechos de lo gótico a lo carpetovetónico.

Es decir, que Gonzalo Montoya, padre de cinco hijos y dado por muerto en su celda de Villabona, ya estaba tendido en la fría mesa metálica de la autopsia cuando roncó un poquito, retornó a la vida y preguntó si alguien a su alrededor tenía un pitu.

Tres facultativos habían certificado su óbito, pero de pronto Montoya se sobrevivió a sí mismo, o "resucitó", según rezan las crónicas. Pero, ¿acaso es resucitar el hecho de volver a la misma y penosa vida? Ahora no vamos a entrar en honduras. Simplemente vamos a preguntar cómo se mide el agotamiento de nuestra vida antes de vaciarnos el torso en una autopsia o de ser enviados directamente a la tierra o a las llamas.

Hombre, en el caso de que un no-muerto se hallase en un ataúd siempre le cabría la esperanza de que sus golpes en la madera fuesen percibidos antes de la primera palada de tierra. Pero, ¿qué hay de la incineración? ¿Cabe esperar que cuando, al momento, las llamas comiencen a churruscar el pellejo de un no-muerto éste pueda emitir un angustioso gemido que supere en decibelios al ruido que produce el gas inflamado? Nos tememos que no. Salvo en lugares desmesuradamente poblados (que en su frenética proliferación llevan la penitencia), la moda de quemar nos suscita interrogantes. Sabiamente, la Iglesia recomienda la tierra santa.

Además, ¿qué es eso de dar tan rápidamente el difunto a la bolsa mortuoria y al fuego?

Lo bueno es lo de antes: iniciar sosegadamente el duelo; componer pausadamente el cadáver; velarlo calmadamente; acudir al funeral; recibir los largos pésames y conducir lentamente el féretro hasta el camposanto. Con dicha cadencia, incluso el muerto aparente tendría tiempo para darle patadas a la tapa del catafalco.

Pero ciertamente esta sociedad es tan estúpida que ya no sabe ni cómo morirse ni cómo sobrevivirse.

Y dos últimas consideraciones.

Una: si Montoya promete que será un buen vivo, o más bueno que vivo, hay que darle de inmediato la libertad como compensación, para que viva la vida que le quede y le cuente a sus hijos y nietos cómo un día volvió de entre los muertos.

Y segunda: entre el terror y el estremecimiento hemos de confiar en que se certifiquen con solidez las muertes de quienes mueren su propia e íntima muerte. No obstante, ello no ha de impedir una angustiosa pregunta: ¿cuántos se han ido de su cuarto o del cuartón al hoyo o al crematorio con su pecho cerrado mediante un cosido post-autopsia y sin haber podido pedir tabaco a los circunstantes? Es decir, ¿cuántos no-muertos (zombis y vampiros excluidos), en todas las latitudes y tiempos, no han logrado sobrevivirse?

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