Después de nueve años sigo viviendo con miedo, sigo sin poder aceptarme a mí misma, si mi alrededor no lo hace. Después de nueve años, se me eriza la piel al recordar todo lo que sucedió.

Mi vida se volvió un infierno de la noche a la mañana. Al principio sólo eran unas risas, después llegaron los insultos y poco a poco el miedo se apoderó de mí. Estaba sola. Me daba asco. Tenía miedo.

Cuando llegaba a casa, abría el ordenador y todo continuaba. Parecía que no podía estar tranquila en ningún lado. ¿Cómo les decía a mis padres que su hija era una fracasada? ¿Cómo les explicaba lo que sentía?

Dejé de ser yo. Dejé de vivir y reír. Los insultos y las risas dejaron de gustar a mis agresores y empezó el maltrato físico. Una patada por aquí, un golpe por allá... Hasta que un día una compañera decidió empujarme desde las gradas del colegio. Por suerte, un docente lo vio todo y me llevo hasta dentro del centro y llamaron a mis padres, pero no hubo represalias.

Días después volví al centro y me dispuse a hablar, con un superior del centro, de lo ocurrido. Su respuesta fue "Reza por ellos, yo no puedo hacer nada" y me echó de su despacho. En ese momento palabras como "bullying" o "acoso escolar" no se escuchaban y pocas veces hacían algo.

Al año siguiente, después de intentar acabar con mi vida, mis padres me cambiaron de instituto, pero nadie puede llegarse a imaginar las secuelas que me quedaron después de dos años de continuo maltrato.

Ahora podemos cambiar las cosas. Cambiemos desde dentro, dejemos de invisibilizar los casos de acoso dentro de los centros y señalemos a los agresores, porque si nadie les para los pies, no quiero saber que sucederá cuando sean mayores.