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Saúl Fernández

Crítica/ Teatro

Saúl Fernández

Óliver en el País de las Maravillas

"La calma mágica" tiene poco de calma y mucho de mágica. De esa magia que levanta puentes que van de la realidad a la mentira y de ahí a la ficción, que es otra forma de pensar la realidad. "La calma mágica" es un cuento sobre la tristeza de la pérdida y también es un relato sobre la alegría de buscar la alegría. Y, siendo todo eso, es un espectáculo redondo, la obra buscada por Alfredo Sanzol desde que empezó a buscar la verdad, la mentira y la ficción; desde que la realidad, la mentira y la ficción se hicieron carne y fueron capaces de condicionar el corazón del espectador y dejarle KO. Sanzol es así, lo consigue con sólo un guantazo de comedia absurda y una pizca incorporada de elefantes rosas.

A Óliver (Iñaki Rikarte) le pasa lo mismo que a Alicia cuando descubre la entrada al País de las Maravillas: se toma unos bonguis y todo lo demás deja de tener sentido o, por el contrario, cobra la línea argumental más deseada: esa que explica qué ha pasado para que uno esté aquí y lamente las horas perdidas, que son las horas más tristes, y crea que son horas agotadas y descubra después que se pueden recuperar cuando uno se sumerge en el nuevo mundo y cure al elefante rosa, escuche a un conejo sin reloj y luche para que desaparezca la realidad grabada y repartida por medio del miedo.

"La calma mágica" es la comedia perfecta que Alfredo Sanzol había ido anunciando en "Sí, pero no lo soy", en "Días estupendos" o en "Aventura". Y el anuncio llega al espectador con redoble de conciencia, con trompetas de Jericó y muros caídos? Óliver viaja al País de las Maravillas porque las maravillas se han perdido en la vida corriente. Descubre las maravillas cuando conversa en off con un pasado muy presente, una voz en off llena de verdad de Aitor Mazo, recientemente fallecido y recordado por la compañía con la que trabajó hasta el último minuto. Sanzol acierta en este viaje de locura que tanto tiene que ver con "El mago de Oz" o con "Peter Pan". Cuentos, locuras, narraciones que explican las diferencias entre la verdad y la realidad y entre las dos y la ficción. Óliver se sumerge en una locura o en un delirio para, al final, descubrir que la soledad no serena comportamientos, que la soledad sólo crea monstruos y que los monstruos no se comen el cieno en el que uno se hunde cuando se ahoga en la soledad. Los cuatro actores que inventaron para Óliver el País de las Maravillas maravillan a los espectadores tanto como el propio Óliver: la traficante de bonguis (Mireia Gabilondo), la veterinaria psicópata (Sandra Ferrús), el cazador cazado (Martxelo Rubio, el protagonista aquel de "27 horas") e, incluso, la abogada realista (Aitziber Garmendia). Todos trabajando para un desangelado Óliver superando pruebas, Hércules herido acabando con la Reina de Corazones. Lo importante es descubrir el mundo que uno tiene que caminar cuando su guía ha desaparecido. Ya saben, como dice Conrad, "las mentiras tienen cierto sabor fúnebre".

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