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Cuatro esquinitas

Sobre los resultados de las elecciones del 20-D

Más o menos las predicciones de las encuestas sobre el resultado de las elecciones se han cumplido. No se puede exigir que acierten en su plenitud. Hay que tener en cuenta que esos sondeos se hacen preguntando sobre muestras de relativamente poco personal. Además, seguramente más de uno se habrá aliviado del interrogatorio respondiendo con alguna mentirijilla piadosa. Pero, así y todo, las empresas demoscópicas se las arreglan para hacer unos guisos y cocimientos con los que se aproximan mucho. Ya ven cómo se acercaron notablemente a lo que el pueblo soberano depositó en las urnas el domingo pasado.

Se ha podido llegar a ese estimable grado de perfección en las predicciones gracias al gran desarrollo teórico y, sobre todo, práctico de la sociología, que es esa disciplina que estudia los fenómenos colectivos producidos por la actividad social de los seres humanos. No se ha llegado a la meta de convertir a la sociología en la física social, por lo indiscutible de los conocimientos que alcanzara, como procuraba Augusto Comte. Por eso no es propiamente una ciencia, aunque le otorgara esa categoría Lorenz von Stein, aquel danés que becó el gobierno prusiano para estudiar los movimientos revolucionarios socialistas y comunistas, tan alabado por Marx y Engels, y que luego recomendó a los japoneses que evitaran las elecciones y los partidos políticos, que no era bueno que la chusma metiera sus narices en las tareas del Estado. Pero el estudio científico de los fenómenos sociales ha avanzado que es una barbaridad desde que Émile Durkheim decidió estudiar los hechos sociales como si fueran cosas. Ahí está el quid de la cuestión.

A la gente se le llena la boca hablando de la democracia y de las elecciones. Mientras tanto, los sociólogos preguntan a unos cuantos, aplican unas recetas en sus cocinas y ¡zas! nos anticipan el resultado. Resulta que eran cosas. El pueblo soberano es en realidad una cosa. No es una pedrusco o un cacho de madera, porque es más plástico y flácido, diríase que más parecido al chicle, a la masilla o a la plastilina, pero una cosa al fin y al cabo.

Los estudiosos de estas cosas saben que en unas elecciones el pueblo es libre de votar a los verdes, a los azules o a los colorados. A nadie se le pone una pistola en la sien ni se le da la papeleta de un solo partido, salvo en alguna que otra ocasión anecdótica y cutre sucedida en algún desaprensivo asilo de ancianos. Pero, ay, amigo, también saben que nadie es absolutamente libre para votar, porque todo el mundo lo hace sujeto a un ejército de influencias, algunas verdaderamente zoquetas, otras más lógicas y muchas bien sutiles. Cuántas veces habremos escuchado a los que impúdicamente nos confiesan que han votado lo mismo toda su vida o a los que votan lo que votaban sus padres y sus abuelos. Es lógico que lo hagan así si en ello les va el pan nuestro de cada día, pero es que los hay que lo hacen movidos por el cretinismo de considerarlo como si fuera una herencia genética, irresistible e inevitable, incrustada en los cromosomas. Todo esto lo conocen las empresas que se dedican a las encuestas. Incluso saben que sus propias profecías influyen sibilinamente en los electores.

Funcionaron los influjos para votar a los dos de siempre. Los dos nuevos, fueron impulsados sin cesar por la caja tonta, alternando su presencia con las cuitas lacrimosas de Belén Esteban. El resto de los candidatos ni estaba ni se le esperaba. Los sociólogos tenían a huevo estudiar la cosa, acertar y mandarnos a dormir con aquella oración infantil: Cuatro esquinitas tiene mi cama, / cuatro angelitos que me la guardan.

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