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Damnatio memoriae

La fragilidad de la memoria y el empeño de algunos en legislar para borrar episodios de la Historia

Los antiguos egipcios creían que el nombre propio de las personas formaba parte de su componente espiritual. Las personas no morían del todo y podían sobrevivir en el mundo ultraterreno mientras se pronunciara su nombre y no cayera totalmente en el olvido. Por eso, los faraones y los dignatarios con posibles se afanaban en que quedara profusamente escrito su nombre en papiros y paredes. Por la misma razón, una de las peores venganzas que practicaban los faraones contra sus antecesores muertos era borrar con el mismo empeño sus nombres allí donde figuraran, tachando incluso sus caras de los dibujos en los que se les representaba de forma tan simpática andando de lado.

Esta práctica también se seguía en otros lugares de Oriente e, incluso, en Grecia. En Roma también se realizó y fue allí donde adquirió una especial relevancia, con la "damnatio memoriae", que literalmente se traduce como condena de la memoria y que, para entender mejor su significado, podríamos traducir libremente como condena al olvido. Tras la muerte de un emperador, el Senado emitía un juicio sobre el difunto que, como es natural, se cuidaba mucho de que fuera del gusto del que en ese momento se sentaba en el trono. Generalmente el juicio era favorable y, entonces, se proclamaba su apoteosis, divinizándolo en mayor o menor medida, como dios nacional o solamente de su propia familia. Cuando el juicio era negativo, se condenaba su memoria y se ordenaba el derribo de sus estatuas, el borrado de su nombre y la destrucción de todos sus registros, prohibiéndose a todo el mundo incluso su mención.

Esta vana pretensión de eliminar el pasado que disgusta se ha mantenido, en una u otra forma, a lo largo de los siglos. La historia ha demostrado sobradamente lo imposible de esos esfuerzos. La reina egipcia Hatshepsut fue objeto de esa condena al olvido y ya ven que su extraordinario templo, en Deir el Bahari, es uno de esos lugares que no se olvidan de visitar las hordas de turistas y sus cámaras de retratar, aunque ahora Egipto no sea un destino muy apetecido para gastar las obligadas y merecidas vacaciones.

También fue condenada en su día la memoria del faraón Akenatón y de su esposa Nefertiti. Ya me dirán si hay otros personajes egipcios más famosos, que hasta un busto de esta reina se puede contemplar en el AltesMuseum de Berlín, sin riesgo a los islamistas y gracias a que fue civilizadamente robado por los alemanes. Del mismo modo, de nada han valido los esfuerzos para borrar de la historia los nombres de emperadores romanos como Calígula, Nerón, Majencio o Constantino II, entre los que sufrieron esa pena.

Parece que, a pesar de todo, la pulsión supersticiosa por borrar de la memoria a los malos es atávica y sigue viva. Con el pretexto de dar cumplimiento a la Ley de la Memoria Histórica, promulgada por el inefable don ZP, parece que se ha reavivado en algunos el afán de eliminar todo lo que recuerde que Franco ganó la guerra civil y que su caudillaje perduró casi cuarenta años, hasta que murió vivito y coleando en la cama, que nadie le echó. Es perfectamente comprensible que a muchos no les guste, pero el pasado, de momento, no se puede cambiar, salvo en las películas.

Lo más tonto del asunto es que, actualmente, es completamente innecesario gastar la más mínima energía en emitir condenas al olvido. En estos tiempos la memoria de las gentes es mayormente gaseosa. Nunca hubo tantísima información como ahora pero, seguramente por esa abundancia, las noticias no duran en la memoria ni una siesta. ¿Se acuerda alguien, por ejemplo, de lo que prometieron los diversos partidos políticos en la campaña electoral, hace tan solo unos pocos meses? Ya no hacen falta condenas de la memoria, porque es la memoria misma la que está condenada.

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