La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cronista oficial de Avilés

Ya es Semana Santa

Las celebraciones religiosas de antes

Ayer, Viernes de Dolores, se abrió la Semana Santa. Recuerdo, cuando era niña, que en ese día empezaban las vacaciones y que hasta el Domingo de Ramos teníamos vara alta de cine, y de música en la radio, porque luego venían las restricciones: en el cine por enésima vez proyectaban "La Túnica Sagrada", con el guaperas de Victor Mature, porque aun no se habían rodado "Ben-Hur" ni "Rey de Reyes", y por la radio noticias, sermones y algo de música clásica.

Pero, en Avilés, desde los años cincuenta, la Semana Santa era la calle, por las procesiones. No había tantas como ahora, pero sí las suficientes como para obligarnos a salir de casa y a estar continuamente pendientes de si amenazaba lluvia o no.

La de San Pedro de Rivero abría el la marcha. Llamaban la atención sus capuchones colorados, el gran número de niños, y para mí algo muy particular, ya que uno de los que portaban los ciriales que abrían la procesión era Clemente el Gorrión, gran amigo de mi padre y muy fácil de reconocer por su estatura y su porte delgado. Mi hermana y yo íbamos a ver a San Pedro, pero íbamos también a ver a Clemente.

El siguiente era ya un plato fuerte. El miércoles asistíamos al Encuentro. Allí bajaban Jesusín de Galiana, y con él Polchi Figueiras, San Juan, con toda la juventud masculina de la parroquia y con su modo peculiar de mover las andas y moverse ellos mismos, que aún conservan, y la Dolorosa. Esta última era la admiración de todos a pesar de tener muy pocos cofrades, porque hacerse con un hábito era carísimo: terciopelo y oro no eran elementos asequibles en aquellos años. Y si San Pedro y Jesusín eran la memoria de dos amigos de mi padre, aquí estaba el tercero: todos reconocíamos a Cástor, que al final de la procesión acababa agotado por el peso del hábito y hacía llegar hasta nosotros su respiración entrecortada bajo el pesado capuchón de terciopelo.

Y luego, un día de abstinencia procesional, hasta el viernes, abstinencia que se rompió poco después cuando se preparó un paso con el Cristo crucificado, la Dolorosa y San Juan para la procesión del sermón de las Siete Palabras.

Ahora bien, la jornada cumbre llegaba, como es natural, el Viernes Santo. Por la tarde se celebraba el sermón del Desenclavo, en la Campa de San Francisco, y tras él, la procesión más larga y más numerosa: la del Santo Entierro. Más numerosa porque a los propios cofrades del Santo Entierro se unían representaciones de todas las demás cofradías.

Y ya por último, como cierre de la Semana Santa, porque entonces no había Sábado Santo, sino Sábado de Gloria, todos esperábamos la salida de la cofradía de Sabugo, la de la Soledad y la Santa Vera Cruz. Yo esa la vivía en puro directo, ya que mi padre fue cofrade desde el momento de su refundación. Ya era ver en casa el hábito listo y planchado, el capuchón de cartón dispuesto para ser cubierto por la manga de tela. Luego estaba la ida con todo ello hasta el antiguo Cine Florida, el revestirse ante la atenta y crítica mirada de Justo Ureña, maestro de ceremonias, que no dejaba nada al albur: hasta manguitos llevaban sobre las camisas o jerseys para que no se les pudiese reconocer por ninguna señal de color o por un reloj indiscreto. Y por último la formación de la cofradía esperando la salida de la Virgen, que en aquel entonces se hacía desde el almacén que había en los bajos de la casa de doña Gloria Quirós y que tenía alquilado Redondo el chatarrero, donde por su espacio amplio se podía montar bien el paso. Y la procesión, verla pasar junto al parque, subir corriendo a casa, a la calle de la Estación -entonces del general Zuvillaga- para volver a verla desde el balcón del despacho de nuestro padre, y vuelta a salir corriendo a tiempo de llegar a la explanada delante de la parroquia para cantar allí la salve, algo que me emocionaba siendo niña y me sigue emocionando hoy día. Y de nuevo al Florida, a ayudar a papá a despojarse del hábito, cosa que no podía hacer él solo porque tenía el brazo izquierdo casi inútil. Y el sentirnos como niñas traviesas, porque lo que no podía evitar Justo Ureña es que nosotras reconociéramos a nuestro padre porque por su estatura y por no poder llevar aquel cirio-farol de linterna, pesadísimo, con su maltrecho brazo izquierdo, era siempre el penúltimo cofrade de la fila izquierda.

Y ya por fin el retorno a casa, y la cena de vigilia y... a esperar que el sábado nos devolviera la música y la bajada del carro esquirpia anunciando que al día siguiente era Domingo de Pascua.

Compartir el artículo

stats