El título me delata. Soy un peliculero. Lo he sido siempre, pero hoy más que nunca pues esta historia comienza cuando un equipo de cine llegó a Avilés. Hace muchos años. Iban a rodar un cortometraje de ficción y me llamaron para guiarles en una visita por la villa.

Los cineastas resolvieron la producción al tiempo que se sorprendían con el paseo. Les había pasado a otros antes y, como todos, hicieron el comentario de rigor: "No esperábamos que Avilés fuese así". El director añadió, para mayor abundamiento: "Yo creí que Avilés casi no existía antes de Ensidesa".

Aquellas palabras me taladraron el tímpano. El aprendiz de Orson Welles se había "comido" diez siglos de nada. O más. No era su culpa. Aquella era la imagen que, durante décadas, Avilés proyectaba. La de la ciudad sin nombre, surgida al calor de las chimeneas como un pueblo minero del Oeste. Una imagen que, además de ser injusta, era falsa.

Avilés, como ciudad, no existía, sólo era una fábrica; lo único urbano era la leyenda. Por cosas como ésas me vi metido en la tarea de elaborar un discurso histórico que diera continuidad a lo conocido y lo llevara mucho más atrás de los tiempos del alto horno. La historia siderúrgica era muy importante, pero flotaba en la nada sin asidero en lo anterior.

No piensen que me he abonado a la división. Al antes y al después de Ensidesa, al unos y los otros, a la Arcadia feliz frente al reino de Plutón. No podría. Sobran las divisiones en la historia de Avilés y nos convoca una fiesta nacida para unir. Yo mismo soy un típico producto siderúrgico, como la chapa o la hojalata que nos hicieron prósperos. Sin tener relación directa con Ensidesa, nací porque existió un día esa fabricona.

Me explicaré. La mitad de mi familia es de Avilés, "de toda la vida", y la otra mitad de fuera, también de toda la vida. Y eso para mí fue enorme ganancia. En mi casa no se vivió medio Avilés, sino Avilés y medio, ya que mi padre se hizo avilesino porque le dio la gana. A su manera, eso es lo que buscaron también los fundadores de la fiesta de El Bollo. Nació para unir, en un momento en el que Avilés saltaba a los nuevos tiempos en medio de enconada pendencia. La situación echaba tanto humo como el ferrocarril, que llegó por donde querían unos, y por encima de los deseos de los otros.

Y la fiesta fundió tradición y modernidad, hombres de fuera, como el mismísimo Claudio Luanco, y otros de dentro, de toda la vida, como Wenceslao Carreño, que le dio la bendición Urbi et Orbi, para que empezara a vivir, desde aquel 2 de abril de 1893.

Fiesta nueva, de hombres notables, pero de ideas que chocaban con otras más viejas. Le costó arraigar. Y en ésas estuvo más de treinta años, pasando momentos de estrecheces al borde de la desaparición. Pero triunfó. Llegó a ser tradición porque los avilesinos la hicieron suya. Organizaciones mil que la tomaron de su mano para aportar una novedad cada año. Desde la "Tertulia de los 19" al Orfeón de Avilés. Los que la convirtieron, con el tiempo, en algo capaz de soldar el antes y el después de la foca.

Miguel Delibes, tan sabio en pueblos y en su forma de ser, dejó escrito en "El Camino" por boca de Daniel "El Mochuelo", que "las calles, las plazas y los edificios no hacían un pueblo, ni tan siquiera le daban fisonomía. A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia".

Yo, como El Mochuelo, supe eso desde muy niño. Me dijeron en casa que, para saber cómo es esta villa nuestra, además de pasearla y de conocer las grandes gestas y lo grueso de su pasado, hay que participar de lo pequeño, de lo que se repite en las calles y hasta en los chigres y que acaba haciendo costumbre y ley. Como la fiesta de El Bollo.

Para demostrarlo les propongo un experimento. Si ustedes repasan las historias, las costumbres y el alma de Avilés, desde el fuero a la fecha, se encontrarán con que todos los hombres y acontecimientos grandes tienen un doble de arte menor. Veamos ejemplos.

En Avilés, siempre pendiente de los medios de comunicación, un día glorioso llegó el ferrocarril, y hubo tranvía, eléctrico y de vapor, pero a nadie se le olvide que aún se recuerda "El Ripe". Les hablo de un carro de provisiones encargado de llevar la comida a los trabajadores del puerto. Cada mediodía salía de la Casa de Larrañaga, lleno de cestas de mimbre, nominadas con su destinario.

Ha habido sabios generales como Pedro de Lucuce, pero también coroneles sin tropa, como Laureano Mántaras, "El Coronel" sólo de apodo, ya que su verdadera profesión fue la de avisador en el pabellón Iris. Arquitectos hubo también, como los Menéndez Camina, probablemente los primeros de la historia de Asturias y, junto a ellos, otros pioneros, del cinematógrafo en este caso, como Vicente "El Mazarico", que giró las manivelas de los primeros aparatos con los que se dio movimiento a la imagen en Avilés. Aquellas imágenes que los clientes del Café Colón pagaban por ver desde dentro y medio pueblo, desde la ventana, sin pagar pero al revés, porque miraban, claro, por la parte trasera de la pantalla.

Avilés ha dado científicos de talla mundial como Eduardo Carreño e inventores de otra talla, como "Pachín de la Cachicuerna", deshollinador de profesión casado con "La Coxa la Arroganta". Un día Pachín creyó poder volar, en un arrebato leonardodavinciano, y se tiró de muy mala forma por El Focicón, allí donde se despedían los duelos, al grito de "Dios es Dios y el Cachicuerno su profeta"? No sé si por blasfemia o por impericia, pero lo cierto es que dicen que lo despegaron del barro entre tres.

Gestas notables, a la medida de Pedro Menéndez y Rui Pérez, hacen vibrar los timbres de nuestra historia, pero ha habido otras no menos memorables, pero de escaso porte, como cuando Ernesto Baldajos, por exigencias de un recital de cantables, subió con gran esfuerzo y mucha ayuda un burro al escenario del Palacio Valdés. Lograron encaramar a la bestia al palco escénico, para alivio de todos, especialmente del propio burro, que "se alivió", allí mismo, a la vista del respetable.

Son historias de una ciudad que tengo idealizada alrededor de esta fiesta, con los recuerdos de niño, unos contados y otros soñados. Veo esa ciudad primaveral y festera, recorrida por pescaderes de madreña ferrada, como Marita "La Candina" o La Mariguara, con sardines, vives y guapes, que reblincaben en un barreño sobre su cabeza.

La villa del "conocíamonos todos", la de las romerías de empanadas compartidas. La de Marta y de María, las de don Armando y las de sesión doble y programa en color. Veo el camino al Arañón, puerto en obras, ¡vaya barreno! oyose hasta en Miranda. La del Todd-Ao y el todo a cien. Lancha de Velilla y exceso de carbonilla. Mercado en El Carbayedo y establos en la Exposición. "El puente San Sebastián allí sí que fue risión". Calle la del Rivero, calle del Cristo. ¡Calle usté ho!, no ve que aquí hay buenos teatros y buenos paseos y "hermosa eletrecidá"?

La de todas aquellas pequeñas cosas, que diría Serrat, que le dan nombre, cuerpo y alma. La que, creo yo, le falta al discurso de esa historia de franquicia que, de un tiempo a esta parte, han empezado a construir a tanto el folio y a cuanto la exposición.

Lo que les quiero decir es que El Bollo ha sido invento de hombres notables, pero no hubiese llegado hasta hoy si no lo hubieran adoptado otros más modestos. El Avilés que sigue saliendo cada año a festejar. Los que defendieron la fiesta y dejaron oír su voz cuando se les preguntó por la pertinencia de sustituirla, los mismos que llenaron la calle, al cumplir el siglo, cuando se propuso que creciera con una comida de fraternidad. Un evento que no nació, como se dice, de una familia monoparental, de madre sola. Les puedo asegurar que tiene padre además. Lo conozco muy bien.

De esto les hablo. De estas gentes, estas historias, y muchas otras, que quedaron flotando en el aire, emboscadas en cada esquina. Con ellas fue condimentándose un caldo popular, cantado en coplas de danza prima y se dieron nombre a las familias principales y también a las del Avilés sencillo. Todas ellas conocidas, con un apodo que suponía el origen ilustre de aquellos avilesinos sin lustre. Nombres que aún hoy se recuerdan y se ostentan con orgullo, como los Bailaros, Botamines, Boyos, Cabusos, Cagaretos, Calcetines, Candasos, Candinos, Caralegres, Cosacos, Chárcharos, Chatos, Checos, Chuchos, Felipitos, Forneros, Leres, Macabees, Maizones, Marichonchos Mariguaras, Mataosos, Mazaricos, Molineros, Mulatos, Ñostros, Ñurros, Páxaros, Perlitos, Picudos, Pitilos, Pocarropa, Pulgitas, Rapacuartos, Raposos, Roxos, Trucos, Xuanes? ¡Qué sé yo!

Nombres y más nombres que darían para llenar tres pregones y que nominan también a esta ciudad nuestra. Ya ven, le sobra nombre.

Tal vez alguno de ustedes recuerde aquella vieja serie de televisión que hablaba de la llegada de los esclavos negros a Norteamérica: "Raíces". En ella los esclavos repetían, de generación en generación, los nombres de su lengua para no olvidar su cultura, su lejano pueblo; sus raíces. Y así a Kunta Kinte, el protagonista, le dijeron que kambi bolongo significaba "río". Conmigo hicieron lo mismo; me dijeron que "El Bollo", significaba Avilés?. Y ahí sigo.

Y desde aquí deseo, defiendo y pregono, la unidad de Avilés en torno a la fiesta de El Bollo, como hubiesen querido sus fundadores: del Avilés de antes y el de ahora, el de toda la vida y el de la vida nueva, el de siempre y el de nunca jamás.

Que todos sean uno, que es lo que van a necesitar nuestros hijos, y que lo festejen cada año sacando la alegría a la calle tras los lutos de la Semana Santa.

He encontrado unos versos que vagaban perdidos en el tiempo y que vienen muy bien para la ocasión. No son de poetas notables y, si me apuran, ni tan siquiera son versos. Se trata del reclamo publicitario con el que el bar "El Arbolón" se anunciaba en el ya lejano año 1960, y que yo he adaptado para la ocasión:

El Arbolón es un bar

que vende vino a chateo.

Vino blanco de la Nava

que con deleite yo bebo.

A peseta vale el vaso,

¡pero qué vaso y qué vino!

Y, como El Bollo está al paso,

pasa y prueba. Yo te animo.

A todos ustedes animo. Tomen este sencillo reclamo como un brindis por esta villa, que siempre ha tenido nombre y no es otro que Avilés, y por la eterna salud de sus queridas fiestas de El Bollo.