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Todo por una luciérnaga

La cúpula del Centro Niemeyer es uno de los espacios más inhóspitos al que puede enfrentarse un artista, pues a la frialdad racionalista se une la presencia de elementos que configuran un espacio arquitectónico con una personalidad muy acusada, la cual dificulta cualquier diálogo e intervención. Carlos Saura inauguró, cuando todavía se contaba con presupuestos decentes, como comisario de la exposición didáctica "Luz", el espacio expositivo, creando una arquitectura interior que ocultaba la del arquitecto brasileño. Marina Núñez no penetró en la cúpula y sutilmente se volvió hacia el exterior proyectando su "Organismo", imágenes inquietantes, un virus que infectaba, cada noche, la blanquecina piel de la construcción. Cruz Díaz intervino creando un ambiente cromático y cinético que intentaba estrechar lazos con la arquitectura. A mi parecer fueron las propuestas más sobresalientes que se pudieron contemplar desde la inauguración del centro, a la que ahora se une "Los territorios soñados" de Carlos Coronas (Avilés, 1964), que con su instalación de luz, con su fulgores intermitentes, con sus luciérnagas de neón y argón recupera la experiencia del espacio, el humilde resplandor en la noche, "el resplandor del contrapoder" como diría Didi-Huberman.

Pero la experiencia de las luciérnagas comienza en 2013, en la Mustang Art Gallery de Elche, donde presenta la instalación "Lampyridae", que hace referencia al nombre científico de las luciérnagas (lampíridos), que destacan por su mecanismo de atracción sexual bioluminiscente. Y Carlos Coronas traduce esta luz, la química que precipita el proceso del cortejo nocturno con sus destellos pautados, en una instalación formada por diferentes piezas poligonales de gran formato con reminiscencias orgánicas, estructuras geométricas de madera, tubos de fluorescentes y cables, que ya había ensayado, en 2011, en la galería Del Sol St. en Santander. Este tipo de piezas tuvo continuidad en 2014, en los trabajos que presentó en la Galería Guillermina Caicoya en Oviedo. En esa muestra cada pieza tenía su propio color y ritmo, una intensidad que variaba, mediante un sistema electrónico en ciclos de varios segundos, una respiración que bañaba el suelo, las paredes de la sala, con diferentes tonos e intensidades, creando diversas atmósferas pictóricas que envolvían al espectador en la experiencia de la luz.

En el Niemeyer, Carlos Coronas se presenta -como señala Imma Prieto en el catálogo- bajo una serie de lecturas que lo asocian a cierta herencia minimalista (?) o neominimalista". Soportes de madera cubiertos por planchas metálicas y reflectantes, un mapa abstracto e imaginario con sus continentes y sus islas conforman las bases sobre las que se asientan sus estructuras lumínicas. El artista despliega diferentes organismos geométricos que colonizan la cúpula creando cortinas cromáticas que bañan las paredes en función de las fases establecidas en cada pieza, modulando la luz y el color y manteniendo las constantes vitales de la pintura, su deseo y excitación, su capacidad de seducción. Nos encontramos ante una instalación donde lo pictórico adquiere la suficiente potencia para hacerse visible modificando el espacio, mientras que lo escultórico se oculta como soporte de la luz en una apuesta por la indefinición y el mestizaje, fusionando lo industrial, lo tecnológico, lo geométrico y la desmaterialización de la obra de arte con su irradiación lumínica.

Cartografías de lo ideal y de lo material que pueden entenderse como una evocación al mundo de la publicidad, con su efectos de atracción, pero no hay que olvidar que la utopía, término que utilizo Coronas en algunas de sus obras se encuentra muy presente en esta brillante instalación y Carlos como Pasolini podría decir que "Daría todo la Montedison(?) por una luciérnaga" porque sin su luz en la noche no habrá más sueños en estos territorios.

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