La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Huele mal

Reflexión sobre el estado de la nación

Volvía de dar un paseo, con tres euros de churros como regalo, y, nada más entrar en casa, en cuanto pisé el pasillo, mi mujer dijo enfadada: ¡Traes mierda en los zapatos! Qué quieres, ya ves cómo está el país. Hay mierda por todos los sitios. Descubren cagadas a diario, así que sería un milagro que trajera limpios los pies.

No era por disculparme, pretendía que se hiciera cargo de la situación real y poder compartir los churros tomando, juntos, un café. Aunque bueno, cuando nos calmamos un poco y decidimos echar un vistazo, resultó que la mierda era de perro. Menos mal porque ya me veía echando cuentas de con quién y por dónde había estado.

La percepción, y el diagnóstico, es que el país anda mal del intestino. Tiene las tripas tocadas y no parece que sea una indisposición pasajera. No es un dolor de barriga o una aerofagia, es algo más grave. No se trata, como diría el poeta, de esa explosión analógica que si es ajena molesta, pero que cuando la experimenta uno mismo, y a solas, resulta placentera y hasta nos divierte que la onda expansiva alcance nuestras gónadas y provoque que se muevan cómo el badajo de una campana.

Lo pongo en boca del poeta porque los temas del bajo vientre son delicados y pega mejor la lírica que la prosa bruta. En cualquier caso, hablando en plata, ya ven como huele. Huele que apesta. Pero me resisto a creer que España sea un país de mierda. Es un país con un problema intestinal. Y eso, claro está, tiene remedio. Hay que ponerlo a dieta. Nada de paraísos fiscales, sociedades offshore y políticos corruptos. Fruta y verdura. Gente sana como nosotros, que todos somos honrados, aunque quepa la duda de si la honradez, de algunos, es por decisión propia o porque nadie les ofreció comer cerdo en cuaresma.

La tentación de decir que el país huele fatal porque todos esos que van saliendo están de mierda hasta el cuello, suena a consuelo barato. Es cierto que el rostro real de muchos de los que mandan es el de una panda de delincuentes que se enriquecieron, y siguen enriqueciéndose, al margen de la ley y con el beneplácito de quienes ocupan las altas esferas del poder. Entre unos y otros han hecho posible este hedor que ya nadie soporta ni tapándose la nariz con un pañuelo de Chanel. Pero nosotros, me refiero a los de abajo, también somos culpables de esta atmósfera irrespirable. Lo somos porque nos hemos acostumbrado a vivir así. Padecemos una especie de síndrome de inmunodeficiencia social que nos impide luchar contra los portadores de ese virus que infecta los partidos políticos, la administración pública, las empresas y, hasta, la judicatura. Algunos filósofos llaman, a eso, el misterio de la voluntad perdida. La desaparición de la conciencia ética que, al parecer, es lo primero que se pierde en momentos de baja tensión moral.

Sea lo que fuere, el olor a mierda ha conseguido hipnotizarnos. Lo soportamos confiando en que los tribunales nos librarán de esa peste. Pero los tribunales, y sus sentencias, actúan como cuando ponemos ambientador en el váter. El olor no desaparece, lo tapamos por un instante pero tenemos la certidumbre de que sigue estando debajo. Hacemos como esos niños que tienen miedo a la obscuridad y se tapan los ojos con las dos manos.

Compartir el artículo

stats