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Doctor en Historia

Un tesoro de reliquias

El culto a Santiago y el monasterio medieval de San Miguel de Quiloño

Uno de los artículos suntuosos que más enloquecía a las gentes ricas de la Alta Edad Media eran los trozos de cadáveres. Huesos y sangre de mártires y santos se mercadeaban por todos los territorios. En los primeros tiempos del Cristianismo, cuando la nueva religión intentaba abrirse paso en un mundo pagano, este asunto resultaba bastante sencillo, pues los evangelizadores y los creyentes eran inmolados de forma masiva.

Una vez que la religión cristiana obtuvo status de oficialidad, las grandes jerarquías que ocupaban los puestos episcopales comprendieron el valor publicitario que suponía disponer de la tumba de un santo y se inició un enorme aparato de marketing. Primero se localizaba el sepulcro, sobre este sepulcro se edificaba un edificio de culto y a continuación se escribía una Pasión o Vida del santo que servía para propagar su fama y virtudes milagrosas, atrayendo a los peregrinos y distribuyéndose las reliquias, que se compraban a buen precio. Pero con la victoria del Cristianismo comenzaron los problemas, puesto que el número de martirios fue disminuyendo y el mercado comenzó a quedar desabastecido. Los obispos desmembraban los cuerpos y repartían la cabeza, las extremidades y el resto de partes por distintos altares, abundaban las falsificaciones, se santificaba a los propios prelados, a abades, reyes y princesas y el mercado fraudulento de reliquias se hizo común. Había artículos cuya extravagancia no estaba reñida con la estima que la sociedad del momento les profesaba: tierra del Calvario, leche y cabellos de la Virgen, pan de la Última Cena.

En el siglo IX, en los territorios del reino de Asturias, tuvo lugar uno de los últimos grandes hallazgos de esta índole. A partir de algunas esporádicas noticias sobre su labor misionera en la Península Ibérica, se identificó el cuerpo del apóstol Santiago en el espacio de Iria. La "inventio" podía haberse escenificado en cualquier sitio, pero que se realizase en la zona galaica y que contase con el respaldo de la monarquía asturiana indica que este suceso tuvo una vertiente política muy pronunciada. El espacio gallego se había rebelado obstinadamente y la ciudad de Lugo, dotada de una vieja influencia como capital provincial y de una aristocracia empecinada y litigante, suponía un terrible quebradero de cabeza. Allí se concentraban las mayores resistencias, de allí habían partido ejércitos para disputar la corona asturiana y en aquel núcleo se fraguó el efímero reinado de Fruela Bermúdez, un monarca asturiano que fue tildado de usurpador por su rival Alfonso III.

Con su predisposición a aceptar la veracidad del sepulcro de Santiago en Iria y su promoción del culto, los reyes de Asturias estaban constituyendo un centro de poder leal que contrarrestase el ascendiente lucense. Esta astuta maniobra explica quizá que no se realizase un traslado de los restos hasta la sede regia de Oviedo, algo que no sólo hubiese dotado a la capital de su reliquia más valiosa sino que hubiese modificado para siempre la historia de la peregrinación jacobea. A los reyes de Asturias les era infinitamente más útil un sepulcro de Santiago en la insumisa Galicia.

No por esto debe exagerarse el alcance de la veneración a Santiago en los siglos del reino de Asturias, devoción mencionada por algunas fuentes, pero que seguramente se encontraba todavía un peldaño por debajo que San Salvador -auténtico patrono del reino- o bien San Martín de Tours, el santo guerrero que había disfrutado durante la Antigüedad Tardía de una peregrinación masiva. Y tampoco podemos sobredimensionar la existencia de una ruta jacobea precisa y normalizada, algo que cobrará forma unos siglos después. Este movimiento de fieles se acomodaba a los caminos existentes y fluía como un torrente bifurcándose por distintos itinerarios, o arrimándose a los templos que poseían reliquias para orar y reposar unos instantes.

En aquellos indecisos tiempos, y en el valle de Quiloño, existió un coleccionista de cadáveres. Fue el constructor o propietario del monasterio de San Miguel, uno de los centros religiosos más importante de Castrillón en la Edad Media, con un territorio que englobaba toda la hondonada fluvial, además de los distintos cordales y promontorios de los alrededores. Un espacio rural fecundo y muy poblado, en las inmediaciones del castro de La Armada y con un camino que unía su suerte a la del castillo de Gauzón.

De aquel edificio prerrománico no ha quedado traza alguna, pero la actual iglesia conserva un magnífico componente del patrimonio altomedieval del concejo. Hablo de la inscripción de deposición de reliquias que puede verse en el muro norte de la iglesia, una hermosa muestra del arte de la epigrafía, bien organizada en renglones y de cómoda lectura.

Sabemos por ella que el fundador del templo decidió dotarlo de bienes sagrados muy prestigiosos, ubicados, acaso con un envoltorio textil, en una cajita encajada en el hueco ("loculus") del que dispondría el soporte del altar. El listado prueba una importante inversión en reliquias notorias, cuyo recuento sigue el orden frecuente: de Cristo, con el aliciente de que se mencione su sangre, indicativo de que en el relicario existiría seguramente un recipiente de cristal; de la Virgen María, de apóstoles, santos y mártires con un culto ya muy afirmado y que nos habla de la mentalidad tradicional, anclada en una religiosidad arcaica, de un aristócrata asturiano.

Si confiamos en la autenticidad de las reliquias, deduciríamos que nuestro personaje había sido capaz de racimar pedazos santos desde localizaciones muy dispersas y lejanas; repito, si confiamos, lo que no resulta sencillo. Pero me gustaría recalcar una presencia. En aquella cajita descansaba una reliquia del mismísimo Santiago que no debe llamar a engaño. Este trocito sagrado no se destaca del resto, por lo que volveríamos a exagerar su trascendencia si quisiéramos considerarlo como testimonio de la primitiva peregrinación jacobea o de la fama del apóstol en estos momentos.

Hasta los albores del siglo XX la iglesia preservó el tablero de altar, en cuya superficie se había labrado una cruz con el alfa y la omega y el nombre de "Adefonsus" acompañado de la titulación "Siervo de Cristo". Luego se perdió su pista. Hoy sueño con hallarla en mis recorridos por el concejo, pastoreando yacimientos, caminos y edificios. De momento hemos de conformarnos con admirar la inscripción de las reliquias, el recuerdo de aquel monasterio de San Miguel, en las inmediaciones de la ruta medieval que acoge el viario jacobeo, de nuestro Adefonsus y del misterioso cosechador de reliquias.

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