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Escritor

Samalandrán

La magia que siempre ha rodeado la isla de San Balandrán, tan añorada por quienes la pudieron disfrutar

En la ría de Avilés, a poco más dos millas del embarcadero que había junto a la rula vieja, aquella que estaba frente al paso a nivel de Larrañaga, los avilesinos teníamos una playa que llamábamos Samalandrán. Digo llamábamos porque el nombre oficial era San Balandrán. Un promontorio de arena flanqueado por un bosque de eucaliptos, un chigre, que lucía el ostentoso letrero de Club de Mar y un algo extraño que hacía que fuera diferente a otras playas que conocíamos.

Como palabra, Samalandrán, me parece preciosa. Es síncopa afortunado de San Balandrán y la utilizábamos para nombrar aquel lugar que hizo realidad la leyenda, pues desapareció hará medio siglo, o más. Algunos tuvimos suerte y, en nuestra niñez, pudimos disfrutar de aquel paraje sin saber que era la famosa isla del monje irlandés Balandrán, quien, a finales del siglo VI, después de vagar siete años por el océano, en compañía de otros catorce monjes y abandonando el timón a la voluntad de Dios, llegó a la ría de Avilés el día de Pascua y desembarcó en una isla, advirtiendo que su viaje había concluido allí. Poco después y con gran pesar el monje regresó a Irlanda y escribió un libro en el que relata aquélla expedición, pero los historiadores toman todo lo dicho por otra leyenda más.

Yo no. A mí no me pueden venir con leyendas porque fui testigo de que allí, en Samalandrán, había una playa que ya no hay. De modo que cumple la principal cualidad de la isla que descubrió el santo irlandés, que es la de aparecer y desaparecer. Cosa que los historiadores pasan por alto porque no tienen en cuenta que los magos celtas eran capaces de hacer surgir la tierra del fondo del mar y crear una isla para que los navegantes pudieran descansar. Luego, cuando volvían a zarpar, la isla se sumergía y volvía al fondo del mar.

Me acuerdo de Samalandrán porque la semana pasada se celebró en Avilés otro festival Intercéltico que tuvo como protagonistas el mar y las islas. Y, como es natural, se hablaría de las islas británicas, pero imagino que pocos, o nadie, debieron acordarse de que nosotros también tenemos un territorio insular. Nada menos que cuatro islas fijas -La Deva, La Ladrona, El Carmen y Hervosa- y una a tiempo parcial, San Balandrán, que ya explique cómo es que aparece y desaparece, aunque no pueda concretar si es por capricho del mago celta o decisión del monje irlandés.

De lo que puedo dar fe es de que estuve allí: en Samalandrán. Y el viaje no vayan a creer que era cualquier cosa, era una travesía en una barca motora que si se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que los niños temíamos como si se tratara de una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de un paisano que iba al timón y nos parecía poco menos que Marco Polo.

Donde estaba Samalandrán, cierto que no hay nada, pero eso no quiere decir que hayamos perdido la isla. Hace cincuenta años decidió sumergirse en el fondo de la ría, pero pienso que la añoranza y, sobre todo, el recuerdo de los avilesinos hicieron que recapacitara y volviera a emerger. Lo que ocurre es que ha emergido en un sitio distinto y con un centro cultural a cuestas. Ahora la llaman Isla de la Innovación.

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