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Los libros de Eugenio Suárez

El azaroso destino de la biblioteca del fundador de "El Caso"

En fecha 3 de junio de 2014, mi amigo, don Eugenio José Suárez Gómez, fundador de "El Caso" y quince publicaciones más, otorgó testamento ante el notario de Piedras Blancas, Castrillón, don Ángel María Martínez Ceyanes. En virtud de la cláusula sexta del mismo, legó a su nieta, doña Alejandra Clemente Suárez, los libros que se hallaren dentro de su domicilio a su fallecimiento, excluidos los que en otro apartado del mismo legó a su hijo Borja. Al mismo tiempo, en la cláusula décima del referido testamento nombró a quien esto escribe albacea, contador-partidor con todas las facultades legales y jurisprudenciales necesarias hasta dejar completamente terminadas las operaciones de dicha partición sucesoria, otorgándome, para dicho menester, el plazo máximo de cinco años a contar del fallecimiento del testador, facultándome expresamente a proceder a la venta de dichos libros si fuere preciso.

En virtud de una fuerte amistad personal con él, a quien por otra parte había entrevistado en mi programa de televisión con sumo deleite y satisfacción en dos ocasiones para que me contara su enriquecedora y jugosa biografía, me comprometí personalmente, siguiendo sus deseos, a donar al Ayuntamiento de Castrillón la totalidad de los libros anteriormente mencionados, dado que Salinas, el lugar donde vivió sus últimos años y encontró la paz espiritual, pertenece a dicho concejo.

Una vez producido su tránsito hacia la eternidad me puse inmediatamente en movimiento para satisfacer dicha obligación moral, creyendo que un legado tan importante de libros, más de dos mil, y tratándose de quien se trataba, iba a obtener todo tipo de facilidades, ayudas y ausencia de trámites burocráticos absurdos.

Nada más lejos de la realidad; desde el primer momento comprobé, a pesar de mis profundas convicciones culturales, que una cosa son las ideas sobre la vida y otra las respuestas que determinadas personas ofrecen sobre la misma. Tras innumerables gestiones realizadas constaté, para mi sorpresa personal, que los cargos responsables de dicho Ayuntamiento sólo se hicieron cargo, y para evitar habladurías, de 164 ejemplares, descartando el resto por falta de interés o por motivos varios aducidos, viéndome precisado a destinar el resto del legado a otro centro cultural para no tirarlos a la basura, con la finalidad de que los niños e interesados en general puedan disfrutar de esa valiosa aportación.

Tras pelear, en el buen sentido de la palabra, con unos y otros -evito nombres propios para no desagradar a nadie, siguiendo mi costumbre habitual- al final logré, a través de algunos amigos que intervinieron en la operación, que el Ayuntamiento de Illas se hiciese cargo del resto de la colección, casi el 90% de lo donado.

Durante casi dos años he tenido que sortear numerosos obstáculos, demoras incomprensibles y dificultades sobrevenidas, como si en vez de donar fuese recipiendario de alguna donación o regalo. Gracias a mi perseverancia y a mi forma de ser, sin la cual, triste es decirlo, nada hubiese sido posible, al final he conseguido, con la ayuda del cielo, cumplir la palabra que le di a mi amigo Eugenio para que su nombre sea recordado, aunque sólo sea en una pequeña placa de su pueblo amigo.

No he entendido, ni entenderé jamás, el escaso, por no decir nulo, interés hacia los libros por parte de una corporación que debería defender a capa y espada el conocimiento en beneficio del pueblo. Como les dije en alguna ocasión medio en broma pero muy en serio, si en lugar de libros fuesen billetes de cinco euros, al día siguiente tendría cola en mi despacho y serían admitidos sin algún tipo de trámite.

Para una persona amante de la cultura es triste comprobar el desprecio e indiferencia hacia la misma que existe en la sociedad donde vivimos: reconozco que la informática y los nuevos tiempos demandan otro tipo diferente de servicios y prestaciones; pero la sinceridad en el trato debe imperar siempre: si esos libros no interesaban, había que haberlo dicho desde el principio para buscar otras fórmulas de ayudar a los más necesitados mediante una venta o lo que fuera menester.

Al final, desde estas líneas, agradezco de verdad la sincera colaboración de todas las personas de buena fe que actuaron según su conciencia, aunque siguieran una lenta e insoportable conducta oficial, pero mi decepción ha sido muy grande: saber que la cultura en nuestros días es una carga, no una necesidad espiritual. Gracias a esta penosa experiencia, sé lo que desgraciadamente voy a hacer con mi querida biblioteca personal de varios miles de libros, quemarlos en la playa de Salinas para que nadie ose despreciarlos como no se merecen. Gracias Eugenio por tu amistad. Un abrazo para todo lector de buena voluntad.

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