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La otra realidad

Sobre la vida más allá de la vida

Una reflexión sobre la fe

La vida es el comienzo de la muerte; la muerte es el principio de la eternidad. Cuando el cuerpo queda, el alma se va; cuando el alma se va el espíritu regresa a su patria celestial. Hay dos clases de personas: las que creen que con la muerte física todo se acaba y aquellas que están convencidas de lo contrario. Estas últimas tienen fe en la divina Providencia, aman a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a sí mismas, su fe las ilumina, rezan al cielo todas las noches, llevan una fecunda vida interior y dan las gracias al Padre, creador de todo lo visible e invisible, en cada momento. Desde que nacemos empezamos a morir; se muere de instante en instante, se va avanzando hacia la transición final, poco a poco, como si de un paso de Semana Santa se tratara. Por eso es necesario aprovechar cada suceso irrepetible, no entregarse a la lascivia o al pecado, vivir el ahora eterno, consolidar las gracias recibidas, ser amoroso con el prójimo que está a nuestro lado, sacrificarse con amor por los demás, ser caritativa con los que nos persiguen y difaman, cariñoso con los que sufren y piadoso con los menos favorecidos llevando siempre la palabra perdón en la boca de los labios para recibir el arco iris de una vida nueva.

Dios ha creado al hombre para que sea eterno y viva en completa felicidad; los trastornos del vivir, los sinsabores de la existencia, las diferencias y graves enfermedades y los crueles zarpazos del destino son circunstancias que no impiden la visión celestial ni el contacto dulce y afable con la vida eterna: todo lo que nos ocurre tiene una razón profunda, está puesto al servicio del bien de los que aman a Dios. El que cree en la bondad, la misericordia divina y la vida eterna está salvado, vive feliz, es un hijo del cielo. Los que niegan a Dios, viven como si no existiera, se entregan por completo a la satisfacción de sus instintos, desobedecen en todo la voz de su conciencia, sólo encuentran solaz en el reino de lo material, tienen miedo a la muerte, no tienen fe en las instancias supremas del espíritu: los que no creen en lo de arriba creen en cualquier cosa barata de lo de abajo; muchos sustituyen a Dios por internet, el placer o el dinero; pero cuando se sienten perdidos o no soportan su soledad insonora se acuerdan de las oraciones de cuando eran niños y se ponen a llorar para pedir un poco de ayuda: Dios es tan bueno que les responde aunque ellos nunca se hubieran acordado de Él. Las personas que no creen en la resurrección, cuando les llega el momento del puente hacia lo infinito, sufren mucho, carecen del sentido de lo trascendente, se ven perdidos. No son meras palabras de esperanza para la consolación interior; las experiencias del contacto amoroso de quienes amamos y nos amaron infinitamente en su estado inmaterial son más que numerosas. Para percibirías es preciso vivir santamente, en contacto con el cielo, despojarse de los falsos metales que pesan y entregarse a las delicias de los suaves roces celestiales. El que vive para la eternidad no tiene ninguna duda de que esta vida es un puente hacia una dimensión más alta, no tiene temor a lo desconocido, está acostumbrado a que los ángeles del cielo le visiten cada día: cuanto más ciego y necio es el hombre más difícil le resulta ver la estrella que no se apaga.

El que cree que sólo tiene el cuerpo físico está incapacitado para lo invisible; son los cuerpos sutiles e incorpóreos, los que se alimentan del pan espiritual, los que son inmortales y se separan de lo fugaz y episódico para iniciar el vuelo hacia la morada solar. El alma se une con Dios cuando deja el cuerpo corruptible; lo que se marchita no puede entrar en el lugar sagrado, tierra de esencia inmaterial, rocío celeste y alimento indestructible. El espíritu hay que nutrirlo para que crezca y retorne con sencillez a la patria de donde ha venido; los que niegan la luz son famélicos espirituales: han negado tanto lo que ignoran que sus cuerpos interiores se están muriendo de hambre... Una vida desatenta, dominada por la ambición y el poder, que niega los dogmas divinos, tarde mucho tiempo en separar la tierra del cielo, la luz de la oscuridad. Dios quiere que todos sus hijos se salven y adquieran el conocimiento de la verdad; es el hombre, con su ceguera material continua, quien se impide a sí mismo contemplar el mosaico deslumbrante de una mirada infinita y maravillosa.

Cuando llegue el momento final, el más decisivo de nuestra vida, el cuerpo quedará, pero el espíritu se irá a otras instancias; los ángeles protegen y cuidan nuestro viaje, los seres queridos nos esperan para no separarse jamás. No son palabras ilusas o deseos inocentes; quienes han ganado el sentido de la vida, trabajaron por dentro hasta lo indecible y viven por completo en el mundo espiritual saben bien de lo que estoy hablando. El hombre no cree porque ha matado a Dios; el hombre tiene miedo a la muerte porque no sabe enfrentarse a la vida; el hombre niega la vida más allá de la vida porque carece del sentido extraordinario de lo eterno y del espíritu del amor a sus semejantes: el cielo se ve cuando los ojos derraman lágrimas de humildad y sabiduría.

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