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Saúl Fernández

Un fantasma recorre la oficina

Pablo Iglesias Turrión habló un día de asaltar los cielos, pero se quedó bramando por la máquina del fango, que no la del tiempo. Karl Marx vaticinó que la felicidad llegaría primero a la cuenca industrial del reino victoriano, pero se quedó con un palmo de narices cuando París fue una fiesta obrera antes de que Hemingway se pusiera melancólico y recordase aquella felicidad suya de la juventud inexperta. Los dos prohombres hablaban de lo mismo: de que todo puede cambiar, salvo el catolicismo y la morcilla de mi tierra, que hubiera podido decir el poeta Ángel González. Juan Mayorga (Madrid, 1965) se hace partisano con "Famélica" y monta una revolución y transforma el desdoro en pura imaginación y los fantasmas que recorren el continente en sombras, nada más. Que "Famélica" es la comedia de la caverna platónica, es lo único que queda claro tras la representación de la más política de las creaciones del autor de "Hamelín", "El chico de la última fila" o "Reikiavik", uno de los más grandes dramaturgos del momento. Por dos razones: porque sabe de teatro y porque sabe cuál es el camino por el que quiere aventurarse cada vez que escribe teatro. Dice, por ejemplo, "El teatro es político. El teatro se hace ante una asamblea. El teatro convoca a la polis y dialoga con ella. Sólo el encuentro de los actores con la ciudad, sólo entonces tiene lugar el teatro". Y añade: "Olvidan [algunos] que el teatro nació precisamente para interrogar a los dioses". Quiten polis y pongan país y ya está todo claro. La escena está para explicar a los dioses (los que mandan) que hay más cosas que hacer que lo que viene diseñado de antemano. Y de eso va "Famélica", la obra que se representó el viernes por la noche el teatro Palacio Valdés: de modificar las costumbres, de pararse a contemplar el Estado de cada cual y comenzar la transformación. Los sueños no tienen que quedarse en sueños.

Pero no sólo va de eso, porque si no, "Famélica" no sería una obra de Mayorga, un autor con pie en la tierra y el otro el espacio sideral de la ficción. Los protagonistas de "Reikiavik" cuentan una historia que es realidad y es ficción sólo para descubrir que ellos -los narradores- son realidad y son ficción. En "El chico de la última fila", el alumno cuenta la vida de la casa de su compañero para que sus lectores -el profesor y su esposa- se puedan entender a sí mismos. O sea, Mayorga acomoda el pensamiento cierto a una cierta verdad recreada. Su arte, pues, es el modo que tiene de explicarse a sí mismo y, en consecuencia, a nosotros mismos. Por eso que se escuche en un momento dado de la representación de anteanoche que estamos en la caverna de Platón (los espectadores contemplan las sombras de la hoguera, cuando la realidad está a sus espaldas, dando calor, precisamente). Los oficinistas igual no son oficinistas, es probable que sean actores que dan vida a revolucionarios? y, entonces, si así fuera, los seguidores quedarían en títeres del sistema que quieren transformar. O quizá no sea eso. Porque Mayorga no explica todas las claves de un texto complejo, con más capas que una cebolla dialéctica, una comedia absurda, un juego metateatral, un descoque burgués? Todo para alcanzar la felicidad, que es el objetivo que se plantean los cuatro personajes que protagonizan este jolgorio melancólico y alocado que es "Famélica".

Los actores se mueven -bajo la batuta de Jorge Sánchez, un director que, fijo, no tardará en salir de los circuitos más pequeños- desde los registros naturalistas -al principio- a los más surrealistas -el chófer bailando al ritmo de la música del móvil-? La comedia alocada -lindando el vodevil (el lío con los anarquistas)- se transforma en drama turbio y en esta transformación -que no sufre la morcilla de mi tierra, ya digo, que siempre es igual- la revolución, el sueño, es la que más sufre: se da de bruces con la burocracia y la pureza religiosa. Y así es que, al final, no hay asalto a los cielos y sí que hay, en cambio, un piso en Alcobendas con plusvalías por la gracia del Espíritu Santo. Que así se hace la revolución.

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