La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Juramento

Sobre la conformación del nuevo Gobierno presidido por Mariano Rajoy

Se acabó la paz civil del desgobierno. Con lo bien que estábamos, que no nos subían los impuestos, ni nos vomitaban cataratas de leyes y reglamentos enrevesados con centenares de larguísimos e ininteligibles artículos, más sus interminables disposiciones adicionales, transitorias y finales, que forman un rompecabezas tridimensional más dificultoso de solucionar que el cubo mágico de Rubik, con el que se pierden los nervios antes de conseguir que coincidan en todas sus caras los mismos colores de las veintiséis piezas que lo forman.

Los nuevos ministros han tomado posesión de sus cargos en una ceremonia solemne pero sobria. Nada que ver con los majestuosos salones de exuberante barroquismo dorado del Kremlin, con engalanados guardias gigantes y estirados que abren las puertas y siguen con la mirada la entrada triunfal del pequeño Putin cuando, con paso firme, se dirige a jurar como nuevo zar ante un gran séquito cortesano y frente a Su Santidad el Patriarca de Moscú y de Todas las Rusias, revestido con los más vistosos arreos bizantinos propios de su cargo arzobispal ortodoxo. Pronto se verá que la ceremonia española es una cosa de andar por casa, en cuanto la comparemos también con la próxima y pomposa toma de posesión del Presidente o de la Presidenta de los americanos, que la cosa está por decidir en unos pocos días. Es que, tras la reciente remodelación de su Gobierno, hasta ha sido más lustroso el ceremonial griego, con dos guardianes enormes como armarios, con esos uniformes tan fotogénicos de zuecos rojos con pompón negro, medias blancas con ligas negras y sus borlas, faldas cortas a modo de tutú y camisa de amplísimas mangas de purísimo blancor, chaleco a rayas grises y boina roja desvaída a la derecha de la que cuelga un largo penacho que desciende por el pecho hasta la cintura, ceñida con un cinturón de cuero negro. Un primor.

La toma de posesión de los ministros marianistas ha tenido, no obstante, sus enigmas y sus morbos. Ha habido sus dimes y diretes sobre la ausencia de la Reina, nuestra señora y paisana, que nos privó de los comentarios de la prensa de sociedad sobre el vestuario que hubiera lucido para la ocasión. Tal vez fuera de Felipe Varela, que se dice que es su modisto de cabecera, o vaya usted a saber si hubiera optado por algo de Hugo Boss, que podía venir bien para lo que nos espera, por ser una firma alemana que, en su día, diseñó los elegantes uniformes de las Schutzstaffel, que son las famosas SS del régimen nazi, que no me dirá que no iban guapísimos. Pero así nos quedamos con las ganas de saber y poder cotillear si era de estreno o sacado del fondo del armario real, que es cosa de capital importancia para aguantar las esperas de la peluquería y de otras colas de cotidiano.

Ha sido también muy comentado el asunto de los ministros que han utilizado la fórmula del juramento, que han sido casi todos, y los que han utilizado la promesa, que sólo lo hicieron las dos abogadas del Estado, que se dice que andan a uñas, pero que en esto han coincidido. De ello hay quienes han deducido que, salvo las dos interfectas, todos son meapilas. Se equivocan, puede que la cosa vaya por otros derroteros.

Jurar es poner por testigo a alguien o a algo de que lo que se está diciendo es verdad. Para un creyente el testigo máximo posible será su dios, pero se puede jurar por el vecino del quinto, si es de fiar. El problema que tiene la fórmula oficial que se utiliza es que no se menciona al testigo por el que se jura, porque basta con decir "juro", sin decir por quién. De modo que realmente no es un juramento, sino una expresión vacía. A la vista de ello hay que concluir que los ministros juramentados realmente no se han comprometido a nada. Si lo han hecho para sus adentros, no tienen ningún testigo.

Compartir el artículo

stats