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¡Oíd, dioses de la venganza!

El director británico Stephen Frears lleva a la pantalla la vida de la diva trash Foster Jenkins

Stephen Frears ha labrado una amplia carrera con multitud de títulos de la más diversa índole. Una especie de traslación a los tiempos modernos de lo que en el Hollywood clásico se llamaba un artesano. ¿Necesitan ustedes una comedia, un western, una film de terror? No hay problema, el director artesano resolverá con solvencia cualquier encargo que se le realice. Algo así es nuestro hombre, alguien capaz de pasar de la típica dramedia brit ("Mi hermosa lavandería", 1985) a la adaptación de un clásico literario de corsé y verbo ácido ("Las amistades peligrosas", 1988), de la representación irónica de los medios de comunicación ("Héroe por accidente", 1992) al biopic lujoso con interpretaciones de postín ("La Reina", 2006).

El artesano, obviamente, es dueño de un estilo líquido, moldeable a las características de la propuesta a la que debe hacer frente y también es prisionero de las virtudes (o defectos) del guión que debe trasladar a la pantalla, de la fuerza de la historia que debe representar. Hablemos ahora de Florence Foster Jenkins, una rica heredera que, en el tránsito entre los siglos XIX y XX y gracias a su fortuna, decidió hacerse una carrera (?) en el mundo del bel canto. ¿Por qué no? A fin de cuentas la capacidad de cumplir los sueños, más allá del talento que se posea para ello, es una cuestión puramente económica (Hola, Donald Trump). Así que Florence, libre como el viento de la pradera, cruzó los escenarios estadounidenses con sus extrañas versiones de Der Hölle Rache y Clavelitos (!), consiguiendo que el público consiguiera llenar sus conciertos (con afanes puramente festivos nos tememos). Todo esto convirtió a Florence en un mito, quizás el antecedente más antiguo de lo que en nuestra época entendemos como trash, la madrina moral de Tamara /Ámbar (la mala) para que ustedes me entienden.

Frears retrata la vida de la aspirante a diva con la corrección que su vinculación con ese cine artesano al que hacíamos referencia impone, es decir, los gallos y gorgoritos quedan recluidos en la garganta de la soprano wannabe (estupenda como siempre Meryl Streep). Todo transcurre como debe ser: no hay dos de pecho, claro, pero tampoco pretende tenerlos. Cine cercano, divertido, amable, que ayuda a pasar un rato distendido... algo muy necesario en estos tiempos que corren (hola otra vez, Donald Trump).

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