La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Saúl Fernández

El cuento de ser un cuento

Héctor Flores (Íñigo Rodríguez-Claro) es un sueño o una sombra. O, a lo mejor, no es ni una cosa ni la otra. Puede que sea de verdad un zapatero en el último minuto de su jornada laboral. O quizá un ángel, o puede que sólo una ficción. El caso es que Flores, sin saber muy bien quién es, se presenta ante los espectadores como un espejo de gran niebla, que diría Guillermo Carnero. Una niebla que se disipa en cada visita que desconcierta la noche oscura del alma. Que de eso va "Todo el tiempo del mundo", una comedia dramática que también es una tragedia e, incluso, un musical de esos que congelan sonrisas. Que Flores somos todos nosotros, que somos la suma de los recuerdos que tenemos, que ya lo explicó en su día Juan Pablo Castel, el loco pintor ahogado en medio del túnel de la incomunicación ideado por Ernesto Sábato.

El teatro Palacio Valdés, templo de los debús más inusitados, acogió el viernes pasado el estreno nacional de "Todo el tiempo del mundo", la historia de Héctor Flores, el zapatero, el amante, el hijo, el padre, todo; la penúltima creación de Pablo Messiez (Buenos Aires, Argentina, 1974), que es uno de los grandes dramaturgos del otro lado del Atlántico antes incluso de coger las maletas y de hacerse un hueco lleno de admiración a este lado del mismo océano. Messiez se detiene a contemplar su estado y de esa contemplación han salido hasta ahora "Muda", "Los ojos" y "Las palabras". Antes de anoche se sumó a la lista su obra más genuina: "Todo el tiempo del mundo", que es como la síntesis final de los asuntos presentados en sus anteriores creaciones como escritor: todo es cuento y sin cuento, nada somos. Así de simple.

Flores -da igual que el personaje se llame igual que el abuelo de Messiez, da igual que se dedique a lo mismo que el padre de su madre- se pone el abrigo, coge el paraguas y comienza a llover. Entra entonces un tipo que llega con la lluvia: se calza zapatos de tacón, se quita los pantalones, se queda con la americana y la corbata y dice: "Creo que la última vez que viste a tu abuela con vida fue en la clínica unos días antes del final". Y así comienza a tomar forma el relato que explica por qué somos quienes somos y no los que nos habíamos imaginado. Es el primer fantasma de la noche porque la noche de Flores es como la del señor Scrooge, en la noche de Nochebuena. Su historia es un espejo tan grande como el que se supone que separa la zapatería de los sueños y los espectadores.

El trabajo de Messiez como director de este jolgorio en el que el tiempo se rompe como una hoja de papel es inconmensurable. Monta una verbena con un texto grave e inquietante. El elenco de actores se acostumbrará pronto a los juegos de palabras y al mal de Rita Hayworth. "Todo el tiempo del mundo" es uno de los guiones teatrales más extraordinarios de los últimos tiempos. La semana que viene estará publicado con otras cuatro funciones más. Messiez se consolida como uno de los grandes -este año consiguió un "Max"; habrá más-. Los espectadores aplaudieron clamorosos con el monólogo final, la vuelta a empezar de Flores. El epílogo, quizá, esté fuera del cuento.

Compartir el artículo

stats