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Arqueólogo

Un tesoro sumergido

De la importancia del ancla del galeón "Nuestra Señora de Atocha"

La tierra de Castrillón, o la tierra y el mar de Castrillón, sería más preciso decir, pueden vanagloriarse de exponer una gran joya de la arqueología submarina. Muchas personas transcurren inadvertidamente a su lado agotando las conversaciones tardías del domingo, con el sol desplomándose tras las chimeneas de la Real Compañía. Varias parejas se besan y abrazan en el mirador con forma de pebetero, donde hileras de candados son zarandeadas por la brisa, y algunos flashes de cámara fogonean en la oscuridad como ojos de gato.

Son escenas crepusculares del Museo de Anclas que se repiten de domingo en domingo ceremoniosamente, irremediablemente. También es irremediable que las anclas a quienes se ha dedicado esta península de roca y arcilla permanezcan rígidas y sigilosas, incluso extrañadas, fuera de su elemento como un exiliado en un país forastero.

Entre las voluminosas piezas que se extienden por el paseo inferior del Museo destaca una de ellas, de monumental tamaño, medio recostada en un soporte de losetas de piedra como tratando de ponerse en pie. Es una de las anclas que poseía el galeón "Nuestra Señora de Atocha", una embarcación de la flota española de Tierra Firme que en septiembre de 1622, tras partir de La Habana, zozobró en los cayos de Florida violentada por un huracán. En el naufragio sucumbieron 260 de los 265 tripulantes y se cuenta que los cinco supervivientes permanecieron agarrados al palo de mesana, la única parte del barco que continuó emergida y batida por el oleaje, hasta la mañana siguiente.

El tesoro de la flota era de tales dimensiones que al poco tiempo se iniciaron los intentos por recuperar la carga con métodos pioneros de buceo. Pero en 1688 la fortuna declinante del Imperio y las enormes dificultades pusieron punto y final a esta fracasada empresa de rescate.

Trescientos años más tarde, un mar que ya no pertenecía a España, si es que en algún instante ha tenido dueño, seguía acogiendo los restos de aquella trágica expedición. Y la búsqueda se reinició. Un cazador de tesoros, Mel Fisher, y un arqueólogo profesional, Duncan Mathewson III, aunaron experiencias y durante 16 años husmearon el fondo oceánico rastreando vestigios de las embarcaciones, cañones, monedas y joyas dispersas, desalentados y confundidos por errores en la interpretación de las cartas náuticas o en la trascripción de los informes oficiales conservados en el Archivo de Indias.

Hubo polémica, críticas y un encendido debate sobre la ética de dicha acción. Nunca quedó del todo claro si era una romántica aventura -quién no ha soñado alguna vez con encontrar un tesoro hundido- o un caso de piratería patrimonial carente de escrúpulos. Pero Fisher no se rindió y en 1985 pudo hallarse el filón madre, uno de los mayores tesoros marinos de cuantos se han recuperado a lo largo de los tiempos: miles de lingotes de plata, piezas maestras de la orfebrería hispanoamericana; esmeraldas, cadenas de oro, joyeros con crucifijos y anillos de incalculable valor, posesiones de los pasajeros más ricos que perecieron en aquella jornada.

El "Atocha" disponía, según el contrato de construcción, de seis anclas. Una de ellas, cedida por San Agustín de la Florida, se encuentra ahora en Salinas, en la Peñona, y lo que puede parecer un objeto inanimado y hasta indolente, fue testigo hace tres siglos de los momentos finales de la tripulación. Cuando todo estaba perdido y montañas de agua encrespada y golpes de viento empujaban al "Atocha" hacia las barreras de arrecife, los marineros echaron las anclas. Sabemos que fue un esfuerzo inútil. Es muy posible que ellos también lo supiesen.

En la actualidad, en las tardes de domingo, el ancla del "Atocha" todavía representa un hálito de esperanza, el lugar de ese último diálogo relajado y alegre bajo las luces mortecinas que se reflejan en un mar de turbio azul. Confiaremos entonces en que la semana sea buena, en una oportunidad de cambiar, o de parecernos algo más a la persona que siempre deseamos ser y a veces creímos haber sido, aunque las tempestuosas condiciones de nuestro mundo, que el lunes arrecian, nos hagan igualmente naufragar.

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