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Las cuentas del Estado

Ahora que el nuevo Gobierno, tras casi un año de inactividad legislativa, tiene como primera tarea aprobar un nuevo presupuesto, una reflexión sobre este importante asunto me parece obligada. Sobre todo, considerando la difícil situación parlamentaria del Partido Popular, que hará extremadamente difícil la aprobación y consenso para dotar a España del instrumento, más que necesario, imprescindible para la gobernación sensata del país.

Pero ya empieza a insinuarse desde numerosos foros que una subida general de impuestos va a resultar imprescindible para cumplir con las condiciones exigidas por Bruselas y, desde luego, teniendo en cuenta el punto de vista generalizado de los políticos profesionales, esta será seguramente la solución que se adopte y, en esto no creo que falte el tan invocado consenso, que sí será cuestionado cuando se hable de medidas políticas para defender la unidad de España o de otras cuestiones ideológicas que sería prolijo tratar aquí y ahora.

Sin embargo, a los ciudadanos de a pie, las grandes magnitudes económicas nos desorientan. Cuando desde las instancias del poder se nos habla de unos presupuestos de ingresos y gastos del Estado en miles de millones de euros, nuestra percepción de la realidad económica, monetaria y de la propia sociedad, se distorsiona y nos sentimos agobiados por el peso de las cuentas públicas hasta extremos que rozan lo que los existencialistas sartrianos de los años cincuenta del siglo pasado llamaban angustia vital, sobre todo si hacemos la inevitable traducción a pesetas.

Sin embargo, si reflexionamos desapasionadamente y prescindimos del agobio de los grandes números, nuestro sentido común nos dice que la macroeconomía se rige por las mismas reglas y principios que la microeconomía. Al fin y al cabo, la propia palabra economía proviene del griego "oikos nomos", que quiere decir, más o menos, "arreglo de la casa"; y todos sabemos que en la casa no se puede gastar más de lo que se ingresa, si queremos sobrevivir en condiciones dignas y razonables.

Pero he aquí que los políticos nos hablan de deuda, crédito, déficit, gasto corriente, etcétera, etcétera... como si el dinero naciera por generación espontánea y no del trabajo y del esfuerzo de empresarios y trabajadores, de cuya conjunción y buen entendimiento, nace la riqueza del país. El Estado, contra sus propias y vanas pretensiones, no crea riqueza sino que la gasta, y en la administración de ese gasto participa nada menos que un tercio de la población española.

Así pues el crecimiento inmoderado del Estado, ha sido superior al de las fuerzas productivas de la nación. Ha favorecido la creación de una burocracia excesiva e ineficiente y de un número inmoderado de técnicos, asesores, liberados y toda una fauna de parásitos a los que ha dotado de enormes medios de gastar dinero.

La solución de nuestros problemas económicos, aplicando el sentido común al que nos hemos referido, no pasa por rebajar salarios, congelar pensiones, reducir la dotación en infraestructuras, jubilaciones a los setenta años, subir los impuestos y otras ocurrencias fáciles, sino por suprimir todo lo que sobra -que es mucho- reduciendo los ingentes gastos e inútiles despilfarros de todos conocidos, empezando por las diez y siete autonomías, los treinta y cinco mil coches oficiales (de alta gama), viajes, dietas, subsidios y otros dispendios que harían interminable la relación.

No se puede decir que el Estado necesite recaudar más para aplicar políticas de bienestar social y otras falsedades por el estilo. Lo que de verdad necesita el Estado es gastar menos; pero muchísimo menos y de forma razonable, invirtiendo en lo necesario y ahorrando en lo superfluo. Recordemos aquellos versos de un famoso fabulista:

Porque el economizar/ no es gastar mucho ni poco/ sino saberlo gastar.

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