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Año de himnos

De la reforma luterana a la Revolución de Octubre, las músicas que marcan la sociedad actual

Castillo fuerte es nuestro Dios. Se titula y comienza así un famoso himno que este año recién iniciado se escuchará con profusión. Es muy probable que el sufrido lector de estas líneas no lo conozca. Si es ese su caso, no se acompleje, pues sólo indica que forma parte de la abrumadora mayoría de nuestros conciudadanos.

Aquí prácticamente todo el mundo es católico, apostólico y romano, aunque no lo quiera o, incluso, no lo sepa. Sólo algunos personajes de mente preclara lo reconocen, como lo hacía el profesor Gustavo Bueno, que aseveraba con perspicacia que era ateo católico. También a su modo lo hacen otros en momentos de tentación, como es el caso de que llamen a la puerta de su casa unos predicadores de creencias extravagantes, a los que más de uno ha respondido: "Mire, yo no creo en la religión Católica, que es la verdadera, así que no me interesa la suya."

Como en muchos otros lugares en que sus gobernantes, por una razón u otra, se mantuvieron fieles al Papa, en España no triunfó la Reforma protestante, aunque también hubo ilustres clérigos de ideas reformadoras, como Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Pero estos dos pronto pusieron pies en polvorosa. Prefirieron la frialdad de los países norteños a los calores de las llamas purificadoras. Así, entre los que tostaron los inquisidores y los que se dieron el piro, no quedó ni uno que cantara aquel himno que escribió y compuso el mismísimo Lutero y que, en su maternal lengua teutona, se titula y comienza: "Ein feste Burg ist unser Gott".

El poeta alemán Heinrich Heine sostuvo con acierto la opinión de que este himno luterano es "La Marsellesa" de la Reforma protestante. Efectivamente, se cuenta que Lutero y sus compañeros se dieron ánimos cantándolo cuando entraron en Worms para asistir a la dieta de los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico, convocada por el joven y ya prognático Carlos V, a la que estaba citado de comparecencia el fraile agustino para que se retractara de sus herejías. No lo hizo, apoyado por unos cuantos de aquellos príncipes y, poco después, comenzaría una guerra de religión que duró treinta años, que asoló la Europa central y que diezmó su población. Eso, sí, los mercenarios suecos, entre holganza y rapiña, marchaban marciales con el botín al hombro al son y amparo de aquel himno que ensalzaba el castillo fuerte que es nuestro Dios.

Todo había empezado en 1517, hará este año cinco siglos, cuando Martín Lutero clavó sus famosas 95 tesis, cuestionando el poder y la eficacia de las indulgencias, en las puertas de la iglesia del palacio de Wittenberg, que daría comienzo al debate teológico que culminaría en la Reforma protestante. Aquello fracturó la Iglesia occidental, propició la creación de los estados nacionales y facilitó el desarrollo del capitalismo, con su teología individualista sobre la entera libertad del cristiano como sacerdote y rey de todas las cosas externas.

Mire usted por dónde, otro alemán será quien, mucho tiempo después, rebusque en los entresijos del capitalismo para explicar la razón de que los dueños de los bienes de producción engorden sus bolsillos. Carlos Marx publicó el primer libro de "El Capital", en 1867, hace ahora 150 años. Es la obra culminante que dará soporte teórico a los movimientos revolucionarios obreros, que Lenin pondría en práctica exitosamente hace este año justamente un siglo con la Revolución de Febrero, que fue en marzo, y luego con la Revolución de Octubre, que fue en noviembre, por cosas del calendario entonces vigente en Rusia. En esta ocasión, los soviets de obreros, soldados y campesino asaltaron el Palacio de Invierno bajo los notas de otro bello y grandioso himno, "La Internacional". ¡Arriba, parias de la Tierra!

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