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Aromas de Cuaresma

Los antiguos olores de Luanco en esta época del año, cuando se acerca la Semana Santa

Luanco olía a pescado, a conserva y a cherva. A nasa y a salitre. A lancha y marañuela. Lo saben las gaviotas que graznaban posadas en el alto tejado de la fábrica y en el muro que, desde Samarincha, bordeaba La Ribera; aquel donde fumábamos los domingos, de jóvenes, y donde los paisanos pasaban media vida con sus cestas de mimbre y con sus cañaveras de infinita paciencia. Allí donde las olas chocaban furibundas y la rucha apilaba su variedad de trastos y ennegrecía la arena con el cisco y la brea.

Luanco olía a confite, a manteca y anís y a limón y a yema. Casi todos los marzos. Casi todos los años. Sobre todo en Cuaresma. Recuerdo a las mujeres que cruzaban las calles, con limpios delantales y bandejas y chapas repletas de espirales y de ochos y de lazos de masa apetitosa, en manos y en cabeza. Con su alivio y su luto, con su cuerpo de templo, con su noble presencia ¡Qué inmenso su equilibrio y qué hermosa metáfora de lo que son las madres, las tías, las abuelas! Y recuerdo la voz, harina pura, de las panaderías, candentes y agitadas, al imperio del fuego y de la leña.

Luanco olía a almacén, a mercado, a mañana, a picatosta, a prenda, a percebes y a oricios que chorreaban expuestos en las paxas y a verduras rociadas por la paz de la aldea. A carboncillo y género, a pimentón y a esfuerzo. Y a cucho de algún carro que venía de Balbín y a tierra removida de las huertas. A galipo, a copín, a celemín, a honra y a ramos de narcisos atados con los tallos más nuevos de la alfalfa o envueltos en dos berzas.

Luanco olía a la anchura de la palabra casa, a la salud de antes, a pote y a jabón, a mansedumbre, a hule, a carbón y a fresquera. Pero olía sobre todo a almíbar y a licor, a merengue y bizcocho. Sobre todo en Cuaresma. Rememoro el cristal de las pastelerías, el pulcro -por sencillo- escaparate que Maruja ponía en Las Delicias. No olvido su bondad, ni su mandil grisáceo, ni sus manos gastadas, tan rotas como espléndidas, ni aquellas siluetas de chocolate negro, las primeras que vi, las primeras que hicieron con pollitos encima. Luanco olía a ilusión. ¡Qué pena que el deseo, la esperanza y las cosas sencillas de este mundo no puedan conservarse, de por vida, en conserva!

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