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Vita brevis

Nuestro destino común

Sobre la vacuidad con la que los guías de la pretendida Europa que viene definen el proyecto

Carlos V viajó a Roma en el año 1536. Entonces estaban bastante avanzadas las obras de la impresionante basílica de San Pedro del Vaticano. El papa Pablo III, en aquel tiempo reinante, recibió al emperador organizándole un desfile triunfal por la colina Capitolina, famosa en tiempos de la antigüedad por haberse alzado en ella el templo principal de la ciudad, dedicado a la triada de Júpiter, Juno y Minerva, dioses protectores del imperio romano. Quería así otorgarle honores y fastos como legítimo sucesor de Julio César y de los demás emperadores de la vieja Roma y de sus pasados glorias. Qué menos, porque Carlos era primero de España, pero quinto de Alemania por ser Kaiser, o sea, César del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Maldita la hora en que tuvo la ocurrencia. Como aquel papa era de la prominente y exquisita familia de los Farnesio, no debía saber que la chusma romana llamaba a aquel lugar la colina caprina porque, sin ningún respeto por la historia, ni seguramente conocimiento de ella, llevaban por allí las cabras a pastar. Así que el aparatoso desfile fue una guarrería, que acabaron todos con las finas calzas y los bajos de las túnicas de sedas y damascos perdidos de cagadas esféricas de chivas y de cagarrutas cilíndricas de irascos y cabrones. Vaya asco y vergüenza que pasó Alejandro Farnesio, que así se llamaba el papa antes de serlo. Aquello no podía volver a suceder.

No creo que aquel repugnante percance fuera lo que le impulsó a convocar el concilio de Trento, que dio inicio a la contrarreforma católica y la explosión del arte barroco. Tampoco debió influir mucho en su pulsión a firmar autorizaciones a diestro y siniestro para fundar nuevas órdenes religiosas, como los jesuitas, los capuchinos, los teatinos o las ursulinas, que buenas son que nos llevan de excursión. Menos debió tener que ver con la publicación de la bula por la que prohibió la esclavización de los indios americanos, porque también son hombres y tienen alma, mira tú, aunque fueran salvajes, que los negros ya es otra cosa y de aquella estaba por ver.

Había que poner remedio a aquella cabronada. Dicho y hecho. Encargó a Miguel Ángel que limpiara, arreglara y urbanizara la colina. Quedó como los chorros del oro, que fue la primera plaza moderna que se diseñó en Roma, erigiendo la plaza del Campidoglio con sus palacios, en los que se ubican hoy los Museos Capitolinos que no hay turista que se pierda retratar.

Hace sesenta años que en la sala de los Horacios y los Curiacios de esos museos se firmaron los Tratados de Roma, que fue el germen del monstruo burocrático que hoy es la Unión Europea. Para la ocasión se han reunido allí mismo los actuales mandamases de los estados que forman este club de países privilegiados del que formamos parte, afortunadamente y a pesar de todo, que a ver si quisiera ser usted de Somalia o de Filipinas.

En el acto conmemorativo de aquellos tratados primigenios han tenido a bien firmar otro documento, que carece de todo valor jurídico porque es una mera declaración. Pero, amigo, su título es de lo que más: "Europa, nuestro destino común". Ahí es nada. No sé por qué me recuerda que José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, fundador de Falange, definía la nación como "unidad de destino en lo universal". Tremenda coincidencia de vacuidad.

El imperio romano cayó y la colina en que se alzaba el templo principal de sus dioses protectores quedó convertida en una vergonzosa rastrojera. Ahora otros bárbaros andan a las puertas golpeando con bombas o arrollando con camiones. Tal vez ese destino común europeo sean de nuevo las cabras.

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