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La rucha | Escritor

Los cinco sentidos

La agriura de las moras a mitad de verano, tras la sal de los baños que ocupaban la tarde y la mañana. Las hojas del laurel y su verdor, que, ansiosos, masticábamos para que no supieran que habíamos fumado. Las malvas, sus cálices amargos que sabían a salud, como el romero, el boj, la milenrama. Las fresas de la huerta, los tomates, su carne inigualable. El otoño y las uvas, el musgo que compone las castañas. La espesura del dulce de membrillo, la leche en el tazón de cada despertar. La manteca, la miel, el pan de entonces, la verdad de la nata.

El sol entre los rayos de junio y las abejas libando los sanjuanes. El nordeste y la luz, su impulso y su pureza jugando entre las sábanas. El rumor de los prados en época de hierba, con gente que merienda a la sombra de un árbol y canta la alegría de estar juntos y vivos. La pena de la mar, las coléricas olas, el rugido incesante de sus lágrimas.

Los alhelíes que aroman el silencio del pueblo. El olor de aquel pisto que inundaba el crepúsculo y animaba a llegar a nuestra casa. El alcanfor que había en todos los armarios e impregnaba las prendas de los días de fiesta o de ir a funerales. El cucho que apilaban al lado de las cuadras. El bálsamo que hervía en todos los caminos, su sencillez inmensa: la manzanilla, el brezo, el pino, la genciana.

La lejanía de todo lo que no era mi espacio. Los cuadros con los muertos colgados en la sala. Algún espantapájaros que me infundía miedo. La estela del avión que parte la estructura de las amanecidas. Los brazos de mi padre que juegan, me ajetrean y me alzan hacia el cielo. El mundo desde allí. Sus altas panorámicas. La despedida un día de Cristino y Jesús, de Rosario y de Mina -qué negrura de años- en lentas funerarias.

La entrega inagotable de sus manos de madre, su piel indescriptible. El abrazo del tronco rugoso del saúco, mi amigo de la infancia. La aspereza del frío, su calor familiar. La textura del hielo que cubría los charcos. El picor en los cuerpos del grosor de la lana. El interior de todo el cariño que tuve. Su sensación de trino, su tez de albaricoque, su volumen de dicha que nunca más se toca, que nunca más se roza, que nunca más se anda.

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