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La rucha

Credo a ciegas

Sobre las presencias de lo que no se ve

Sé que estás, presiento que aún no te has arrepentido, que todavía derrochas luz, por más que nos envuelva tanto delito, tanto infortunio y tanta ceguera. Lo intuyo en la entereza del mirlo que se posa en las pobladas ramas del saúco. Lo veo en la planicie de esta bóveda inmensa. En la delicadeza de los brotes. En la beatitud de la insistente flor de los manzanos. En la profundidad de las miradas limpias. En la inimaginable ingeniería de nuestro corazón. Sé que me escuchas, sí, cuando elevo mis súplicas y ruego, imploro a mi manera.

Pero a veces, perdona, no te encuentro; te llamo y te disculpo; no acudes, titubeo. ¿Dónde te esconderías cuando estos rostros inocentes se ahogaban sumergidos en el barro? ¿También a ti te atan las cadenas? ¿En qué relámpago, en qué biela del viento te distrajiste cuando aquellas mil madres lloraban a la par empapadas de sangre? ¿Qué contorno de nube te cautivó cuando la tierra devoraba insaciable una raza sin pan ni desnudez ni carne apenas? ¿Por qué les desparramaste inclemencia y granizo tan desbordadamente sobre las chozas ya encharcadas de juncos y miseria?

En ocasiones estás, pero no asistes y miro alrededor y me interrogo. ¿Qué difunto estaría entreteniéndote cuando falló la forja de tus fraguas y fluyó el desamparo bajo forma de fiebre para esos infelices que naufragaron siempre en los mismos océanos, con distintas pateras? ¿En qué recinto de la eternidad te encontrarías desatando las gasas de las almas recientes el día en que aquí, entre nosotros, faltaban hospitales, lechos, litros de humanidad y cilindros de vendas? ¿Cómo es posible que explotara, así de inesperado, el suelo y la existencia de esos seres? ¿A qué se debe la epidemia incesante de esas regiones solas, tan escuálidas hoy, tan podridas mañana, después tan nunca enteras?

¿Y el sufrimiento de los más clementes? ¿La ausencia de los más imprescindibles? ¿Los sometidos y los humillados? ¿Se sostendrán los muelles de su paciencia? Estás, adivino que aún no has abandonado. Sólo con contemplar el vuelo misterioso de los pájaros, la simetría espléndida del crisantemo, la dócil construcción del arco iris, vislumbro que todavía no has renunciado a tu benevolencia, que aguantas y bridas el invierno y moldeas la lluvia y despuntas la nieve y la congelas. Estás. Lo aseguran la noche y sus constelaciones, el estío y sus ocasos lentos, la irradiación hermosa de sus luciérnagas. Y el munífico gesto de la Naturaleza.

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