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Un monstruo llamado hipocondriasis

El sufrimiento que generan las crisis provocadas por la convicción de padecer una enfermedad

Llevaba varios días sin sentirse mareado. Había vuelto a sacar la cabeza del agua. Todo parecía volver a ir bien.

Muy temprano, acudió eufórico al gimnasio con el convencimiento de no encontrar al monstruo en una temporada, tal vez jamás, pero en la entrada se cruzó con el primer listo del día, un tipo de los que centran el objetivo vital en el volumen de los bíceps. "¿Te machacas, verdad? Has adelgazado un montón", fue el saludo del individuo, el primer revés de la jornada para su estabilidad emocional.

¿Mas delgado? Se lo habían dicho varias veces en las últimas semanas y él conocía perfectamente que el adelgazamiento progresivo es un síntoma que puede entrañar gravedad, por lo cual realizó la actividad física intentando no reclutar neuronas en la vía de ese parámetro clínico insidioso que podía atemorizarle. El monstruo asomaba de nuevo la cabeza llena de pitones por la esquina. Debía rodear la manzana para esquivarlo, aunque fuese con la moral disminuida por la certeza de que la hipocondriasis seguía muy cerca, merodeando al acecho.

Esquivando la báscula y repitiéndose mentalmente argumentos favorables -no se sentía cansado y comía con buen apetito- abandonó la instalación deportiva con dirección al bar. Café, tostada con mermelada y mantequilla y LA NUEVA ESPAÑA, compañía perfecta en aquellos momentos.

Pero el monstruo no solo tiene cuernos, también está provisto de largos tentáculos capaces de agarrarte en cualquier lugar por muy recondito que sea. Con cerveza mañanera y teléfono móvil en mano, una voz femenina respondió a su saludo de "buenos días" de forma demoledora: "¡A ver tío qué te pasa, que cada día estás mas flaco!". Era el segundo personaje listo del día, una chica de las que se creen en posesión de la verdad, siempre dispuesta a atorgar la descalificación absoluta a los que no concuerdan con sus ideas. Totalmente en la línea de quienes sin inmutarse son capaces de pagar en negro a una asistenta o de prohibir la "Coca-Cola" a los demás para beberla ellos a raudales.

Ni café, ni tostada ni periodico. Todo negro nuevamente, media vuelta y para casa con el monstruo en el cerebro. Tumbado en el sofá buscó, como tantas y tantas veces, la posible salida. No podía llamar a un buen amigo médico porque estaba de viaje y no confiaba en el novel facultativo que sustituía temporalmente a su médico de cabecera. Era ofensivamente distante, incapaz de desdramatizar la sintomatología e insuflar los ánimos que todo hipocondriaco necesita.

¡Hago una analítica completa! Laboratorio privado y esfuerzo económico. La pasta no sirve para nada en el infierno del miedo. Llamó por teléfono y concertó la cita para el día siguiente a primera hora, con la promesa de tener los resultados por la tarde. Le quedaban por delante algo mas de 24 horas de amarga espera, demasiado tiempo cuando la rapidez en conocer los resultados es otra de las imperiosas necesidades de una persona en plena crisis hipocondriaca. Pero fue la mayor inmediatez que pudo conseguir del interlocutor situado al otro lado de la línea telefónica.

La enorme ansiedad que aparece en las crisis la fue paliando por la noche a base de un buen número de galletas de chocolate y casi sin dormir acudió a realizar la extracción de sangre. No lo había comentado con nadie y al salir sintió necesidad de hacerlo. Nadie mejor que un colega tan hipocondriaco como él, a quien lanzó un WhatsApp: "Esperando resultado de analítica. Acojonado". Recibió respuesta rápida: "¿Quién te la pautó?". "Yo", contestó. El colega, atónito.

Llegada la hora de recogida subió las escaleras del laboratorio y se encaró con la enfermera del mostrador en hall de entrada:

-Venía por mi analítica, ¿ya está?

-Sí, aquí la tenemos.

-¿Cómo salió, está todo bien?.

-Espere un momento, siéntese por favor, el doctor quiere hablar con usted"

Si en aquel momento lo pinchan, no sangra. Con un nudo en el estómago y un sudor frío recorriéndole la espalda tomó asiento aterrorizado. Apareció el sentimiento de culpabilidad por los excesos realizados, que realmente no habían sido tantos. Fueron quince minutos interminables hasta verse enfrente del doctor, quien informó risueño: "Analítica correcta, aunque aparece un discreto pico de glucosa". Las galletas de chocolate habían dado la cara.

Salió del portal eufórico, pisó la calle e inspiró profundamente. Había vuelto a quitarse el monstruo de encima. ¿Hasta cuándo?

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