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Concejal de Somos Avilés

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Un comienzo de curso en la Transición

Vivíamos en un segundo sin ventanas a la calle. En invierno no veíamos el sol y el invierno ya se acercaba. El lunes fui al colegio, como todos los lunes. El Palacio Valdés era un cementerio de elefantes. Terminaban allí su vida laboral muchos maestros y maestras de la vieja escuela así que los vientos de cambio tardaron mucho tiempo en vencer aquellos muros, coronados por trozos de cristal de botella que servían para frenar los intentos de fuga. Los maestros eran "don" y las maestras "doña" o "señorita". El conserje formaba filas a toque de silbato y un "don" daba las órdenes con voz grave. "A cubrirse" gritaba y desplegábamos el brazo derecho y nos movíamos hasta que la punta de los dedos tocase el hombro del que te precedía. En fila íbamos subiendo a las aulas donde dibujar, leer, escribir, recitar versos de Espronceda, rezar el padrenuestro, repetir la relación de los ríos de España o escuchar a una "doña" divagar acerca de la Cruzada Nacional. Recuerdo, porque me impresionó, escuchar el relato de la bomba que cayó frente al altar de la catedral de Zaragoza mientras el pueblo rezaba pero, "gracias a Dios", no estalló.

De tarde sacamos un rato para jugar en la "carretera nueva". Lo que hoy es Jiménez Díaz a la altura de los pisos estrella, que entonces eran un solar lleno de material de obra y donde la constructora tuvo una oficina que, al quedar vacía, fue ocupada por algunos jóvenes del barrio que montaron un local social. Recuerdo haber ido a participar de los juegos que organizaban y a escuchar cuentacuentos. En la calle apenas pasaban coches así que jugábamos al fútbol, a balón prisionero, a "declaro la guerra" y a "rojos y nacionales", una versión del momento de "policías y ladrones".

El martes fue muy parecido pero llovió un poco y entonces en el colegio no pudimos jugar a la pelota y nos quedamos en la zona cubierta, compartiendo zona de juego con las niñas. De tarde tuvimos que quedarnos dentro del portal sin hacer mucho ruido, porque dormían los obreros del turno de mañanas.

Los viernes eran diferentes. De tarde, en el cole, había cine. Entonces veíamos entusiasmados a Tarzán aunque antes proyectaban un documental sobre animales africanos. Ese era el momento que aprovechaban los exploradores para hacer el túnel pasando por debajo de las butacas y los guerreros para lanzar bolas de papel con escupitajos o disparar arroz con la cerbatana. Cuando llegaba Tarzán se imponía el silencio y los maestros se podían relajar.

El sábado lo recuerdo con olor a garbanzos mientras dormía la mañana. El sábado era día de aventura, día de "praos de Carvajal" y de asalto a los campos de fútbol del colegio San Fernando. Sólo teníamos que colarnos por el hueco de la valla y confiar después en que no apareciese el conserje a perseguirnos o echarnos a los perros.

El domingo nos vestimos de domingo y volvimos al Sanfer, pero por la puerta grande, a la iglesia del barrio. El Sanfer era para nosotros como el castillo para los aldeanos campesinos. A la salida de misa corríamos como animales liberados y ese era el día en que teníamos algo con lo que comprar en el quiosco de Prendes. Era el día de las pipas, los gusanitos, las patatitas, el día de compartir lo que cada uno había elegido. El domingo también era el día de descanso de mi padre así que de tarde la familia paseaba acompañada a veces por una radio donde escuchábamos el resultado de los partidos para ir anotando los aciertos de la quiniela. "A ver si esta tarde salimos de probes" decía mi padre. El Sporting ganó, el Barsa empató, la semana terminó y seguíamos siendo clase obrera. El lunes, como todos los lunes, volví al colegio y mi padre al trabajo.

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