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Abogado

El diálogo

Sobre la moda de proponer conversaciones ante cualquier conflicto

Las barajas tienen cuatro reyes, aunque los regímenes monárquicos de Europa general y últimamente tienen solo uno. España en esto es una modélica excepción, ya que tiene dos, uno en activo y el otro jubilado. Creo que somos la envidia de los ingleses, que no ven la manera de jubilar a Su Graciosa Majestad la Reina Isabel II, Defensora de la Fe, naturalmente que anglicana. Allí sólo se ha retirado de los actos protocolarios de la corte su esposo, el Príncipe consorte, aburrido de los besamanos, las inauguraciones y de haber sido el semental de la reina a tiempo parcial.

Viene esto a cuento del recuerdo de una anécdota que sucedió cuando el Rey, ahora retirado, ejercía de tal, que era bien poco. Hace ya un montón de años, don Juan Carlos I de Borbón y Borbón recibió en el palacio de la Zarzuela, que no en el teatro de ese nombre, a Ernest Benach i Pascual, recién nombrado presidente del Parlament de Catalunya, que era un prominente republicano y separatista, aunque bien se ve que pertenecía a la burguesía catalana con "seny", que había sido boy-scout y que acabó largándose a la empresa privada, que es más productiva. En la ocasión de aquel recibimiento el Rey pronunció una frase histórica: "Hablando se entiende la gente".

A partir de aquel momento, esto de hablar se convirtió en una norma de obligado cumplimiento en la política y eso que el Rey carecía de todo poder normativo. Con el tiempo y la sucesión de nuevos personajes, el imperativo de la charleta se fue mitigando, hasta que surgió con vehemencia el problema catalán. Al principio fueron pocos, pero últimamente todo el mundo apela al diálogo para solucionar ese conflicto. No son sólo los políticos, sino también cualquiera que, en cuanto sale en los medios, proclama que ese escollo de la desafección económicamente interesada de la pequeña burguesía catalana debe ser solucionado con diálogo, se trate de un matemático, una escritora, un jubilado o un fontanero en ejercicio y, si puede ser, en negro.

El diálogo se ha convertido en una especie de bálsamo de Fierabrás, que todo lo cura, sea el ansia irredenta de independencia de los payeses destripaterrones sucesores de la clerigalla carlista, sea un forúnculo piloso crónico de la axila derecha. Es que hay que dialogar, porque hablando se entiende la gente. Últimamente parece que comparten esta sentencia real desde la derecha nacionalista más cerril de unas u otras naciones o nacionalidades, hasta las izquierdas más democráticas, más cultas o burras y más progresistas. Se diría que es una proposición irrefutable o un axioma indiscutible, de tal manera que el mero hecho de ponerlo en duda es síntoma de intolerancia y, por supuesto, de ser facha, que es el adjetivo que se aplica a todo aquel que no comulga con la nueva religión de lo políticamente correcto y de la irracionalidad del fundamentalismo democrático.

El asunto es tan absurdo que es difícil concebir cuál sea la materia sobre la que deba dialogarse, quiénes sean los que deban enfrentar sus opiniones en ese intercambio de palabras y en qué contexto debe hacerse. Nadie tiene como referencia esos parámetros imprescindibles y, menos aún, los Diálogos de Platón, de Cicerón, de Erasmo de Roterdam o de nuestro Juan de Valdés. De modo que puede ser un absurdo diálogo de besugos o un prescindible diálogo de sordos.

Dialogar es la consigna. Es como esa obligación que sentimos de hablar con el vecino que nos encontramos en el ascensor, cuando no se nos ocurre más que comentar: "Parece que hoy va a hacer bueno". Y nos responde: "Pues, sí. A ver lo que dura". Ya ven, esto también es un diálogo, aunque intrascendente y vulgar, frente al que se erigen otros aforismos tan útiles como aquel que dice: "En boca cerrada no entran moscas".

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