Por aquí es aún algo pronto, aunque algunos comercios ya han adornado sus escaparates con motivos navideños para reclamo del personal y las grandes superficies han dispuesto estanterías en lugares estratégicos con turrones, polvorones y peladillas.

En los antiguos Países Bajos españoles ya están en plena faena, porque por aquellos lugares las fiestas navideñas comienzan antes. En Holanda, Bélgica y Luxemburgo no son los Reyes Magos quienes traen los regalos a los niños, tampoco Papá Nöel o su variante anglosajona de Santa Claus en Nochebuena. Allí es el 6 de diciembre cuando se hacen esos regalos, porque es San Nicolás el que los lleva en barco desde España, que los Tercios del duque de Alba y del imaginario capitán Alatriste no sólo pusieron una pica en Flandes.

Vaya mala folla que tiene el Molt Honorable en Carles Puigdemont, huido a Bruselas, que se va a encontrar allí precisamente ahora, cuando comienza a engalanarse esa que fuera capital del ducado de Bravante y, actualmente, lo es del Reino tembloroso de Bélgica y, a mayores, sede de los funcionarios de la Unión Europea y de sus ineficaces instituciones. Seguramente que no lo pensó antes de hacer su saga-fuga, con escala en la mafiosa Marsella.

En Bruselas están preparando a toda pastilla las luminarias de las calles y los demás adornos navideños, porque Sinterklaas, que es como se conoce a San Nicolás en el bárbaro idioma flamenco, desembarca en Amberes el sábado siguiente al 11 de noviembre, junto a su paje Zwarte Piet, que es un moro que, traducido del holandés errante, viene a llamarse Pedrito el Negro. En los días siguientes la comitiva recorre el resto de las poblaciones belgas y, naturalmente y entre ellas, Bruselas. En ese desfile siempre se exhibe la bandera de España, porque desde aquí parte el barco cargado de dulces y juguetes. Mire usted por dónde don Puigdemont va a encontrarse en las calles de Bruselas con más banderas rojigualdas de la España opresora que en el Paseo de Gracia de Barcelona. Es que no hay manera de librarse; ni en Bruselas, oiga.

En Cataluña la cosa es diferente, porque en esto de la Navidad son hasta más españoles que el resto. Como Dios manda, allí son los Reyes Magos los que traen los regalos a los niños y se construyen belenes en todas las iglesias, las instituciones y las casas. Tal vez se diferencien algo en que hay mayor profusión de belenes que en cualquier otro rincón de España, además de que la comida típica del día de Navidad es un puchero de dos vuelcos que se llama escudella i carn d'olla de Nadal, que es bien contundente y que, por ello, tiene la virtud de que los cuñados acaben rendidos y sin fuerzas para pelearse, que así debieron mantenerse sin fisuras las empresas familiares catalanas.

Tienen también los catalanes una seña de identidad navideña que, por sí sola, ya sería suficiente para algunos que quisieran ser independientes. Se trata del famoso caganer, que es una figurita que no puede faltar en ningún belén que se precie. Originariamente, consistía en la figura de un payés con faja al cinto y barretina a la cabeza, en cuclillas, con los pantalones bajados y el culo en pompa, cagando un buen morcillón en forma de ensaimada enroscada. Naturalmente se coloca en un lugar discreto del belén, por respeto al misterio del nacimiento y a fin de que los pastores y los Magos de Oriente no pisen la mierda.

Hace años que el caganer ha salido de la masía y ahora se construyen y venden estas figuritas representando a todo tipo de personajes famosos. Así que a Puigdemont le queda la esperanza de ser el más cagón de este año.