Escribo este artículo mientras escucho a uno de los más importantes cantautores de este país, porque Joan Baptista Humet (valenciano de nacimiento, pero catalán de adopción) nos perteneció a todos, maravilloso en cada una de sus notas y siempre en el recuerdo. Qué tiempos en los que nos mirábamos en el espejo de Cataluña, sentíamos ese puntito de envidia hacia una sociedad que siempre parecía vestida de traje y corbata mientras nosotros salíamos sucios de la mina o de la siderurgia, o del astillero o de la ingrata tierra; ellos siempre tan impolutos y educados con su cava y su turismo de élite, codeándose con la alta sociedad, como si para ellos las cosas mundanas solo fueran trabajos de ciudadanos de segunda que no existían en sus dominios.
El tiempo ha pasado y hoy ya no quieren pertenecer al mismo país de esos ciudadanos a los que siempre despreciaron hasta el punto de no querer habitar en el mismo espacio que ellos; aquella lejanía y frialdad con que nos miraban se ha traducido en un irrefrenable deseo de separación, y pase lo que pase, ya nada podrá volver a ser lo que fue.
Pertenezco a esa otra sociedad, distante en el espacio y en el tiempo de ellos, a esa sociedad que lucha todos los días por ser un poco mejor, sin exclusiones, tratando de poder vestir más a menudo ese traje y corbata impolutos, sin olvidar las manos encallecidas de los que nos hicieron llegar hasta hoy.
Es ahora el delirio de unos majaderos que se apropiaron de imágenes e ilusiones, de afanes y deseos a veces confusos, a esos que confunden la realidad con lo imaginario, la ilegitimidad con la realidad, llevando no se sabe dónde a toda una sociedad a la que todavía no se le explicó su futuro después del 2 de octubre.
Pero, sea como sea, el futuro después de esa fecha, la distancia entre nosotros, nunca será más que eso: distancia. Y no podrá haber marcha atrás, se rompió el espejo en el que nos mirábamos y jamás sus pedazos servirán para otra cosa que no sea herir el recuerdo compartido.
