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Periodista

Antonio Argüeso Lantarón, in memoriam

En el adiós al profesor del colegio Santo Ángel

Ha fallecido Antonio Argüeso. El profesor que nos enseñó Filosofía, Latín, Griego e Historia en las aulas del Colegio Salesiano Santo Ángel. El amigo cercano que siempre tenía una sonrisa y un buen recuerdo de los años escolares. El hombre sabio que, junto a otros compañeros (Chema, Agustín, Ildefonso, Conchita, Juan Eugenio, Pellitero, Eloy, Julita, Moure, Charo, Juan y otros tantos), nos hizo aprender no solo materias de estudio, sino a saber pensar por nuestra cuenta.

Socarrón, contundente en las opiniones, imperturbable en el aula, lector empedernido, humanista convencido. Todavía conservo su tarjeta de visita, donde ponía "Antonio Argüeso Lantarón, Licenciado en Filosofía Pura". Se declaraba discípulo de Kant y defendía su teoría de la ética como ejemplo máximo de la libertad de pensamiento: "la ley moral la dicta tu conciencia, no los legisladores". Le encantaba llevar la contraria, método de discusión que dominaba y que terminaba poniéndote de acuerdo con él, tanto si se trataba de resolver un silogismo como de valorar el esfuerzo de un ciclista en una etapa del Giro o la Vuelta. No obstante, parecía tener especial afición por el Tour, quizá por haber estudiado en Francia, donde atisbó algo de "hippismo" al acabar la carrera universitaria en una etapa de ideales revueltos y adoquines levantados. Aunque al preguntarle por la Sorbona y Mayo del 68, él ni afirmaba ni negaba nada: se limitaba a responder, con un guiño de picardía que "de Francia me quedo con algunos amaneceres inolvidables en París que vosotros, por desgracia, no pudisteis ver", sonriendo entre calada y calada del Ducados que tantas veces le prohibió el médico. Y si le insistías por las causas perdidas, zanjaba el tema con sorna: "¿Pero a mí qué me preguntas, hombre? ¿No ves que yo todavía defiendo la enseñanza de letras?".

Experto micólogo, le gustaba salir al campo aunque, como los griegos clásicos, su sitio era la ciudad: defendía la filosofía de la barra de bar y nos animaba a observar a la gente mientras toma un vino, "ahí veréis cómo son de verdad y qué es lo que piensan sobre cualquier cosa". Y nos advertía: "si hacéis el experimento, no os paséis de listos: el vino y la verdad son más inteligentes que vosotros y enseguida se salen con la suya". Discreto, solía pasar a tu lado sin darte cuenta, pero tomando nota de todo. No perdía detalle, aunque sus gafas de cristal grueso engañaban: como buen miope, veía mucho más de lo que aparece a simple vista. Y en ese segundo plano de discreción, atento pero sin estridencias, pasó sus últimos años. Tras la jubilación le tocó padecer algún que otro disgusto, que llevó con estoicismo. Y su sentido del humor nos gastó una última broma, que no fue tal: el pasado 28 de diciembre, Antonio se fue sin ruido, aunque en la despedida dejó su sello personal, haciéndonos pensar si eso de morirse en el Día de los Inocentes no sería una broma. No lo fue, por desgracia, pero queda como última muestra del genio e ingenio de un hombre, que, haciendo honor a la condición de filósofo y profesor, amó la vida y nos enseñó a los demás a amarla. Amor y humor: que la tierra te sea leve. Hasta siempre, maestro. Hasta siempre, Antonio.

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