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Los viejos en la calle y los jóvenes en el sofá

Reflexión a raíz de las numerosas concentraciones de las personas mayores reivindicando mejoras en sus pensiones

Cuesta creer que hayan pasado cincuenta años, pero hace ya medio siglo que, por estas fechas, los estudiantes y los obreros franceses empezaran a protagonizar un cambio social que sería determinante para configurar la Europa del bienestar. Aunque la referencia sea mayo -Mayo del 68- unos meses antes, allá por febrero y marzo, surgieron las primeras protestas que llevarían, luego, al acuerdo de incrementar el salario mínimo un 35%, los salarios medios un 12%, la semana laboral de 40 horas y el reconocimiento de las secciones sindicales en el seno de las empresas.

Andando el tiempo, fueron legión quienes se apuntaron el mérito de aquel estallido social. De hecho, soy de los pocos, de mi generación, que no dice que estuvo en París viviendo aquello. Pero no estuve, lo reconozco. Andaba por Sabugo, tomando algún cubalibre que otro y dejando panfletos por las esquinas. Soltábamos cuatro octavillas y salíamos por piernas, antes de que llegaran los chicos de la Brigada Político Social.

Lo que algunos hacíamos entonces era eso, pero que nadie se alarme que no pienso contarles la historia. Soy consciente de que, trasladado al presente, son batallitas de un abuelo que tuvo la suerte de pertenecer a una generación que rompió con todo. Un abuelo que no acaba de resignarse a que sus herederos, los indignados, hayan fracasado y no protagonicen nada nuevo ni se identifiquen con una clase social concreta, a lo mejor porque hoy las diferencias de clase nadie quiere verlas y el debate de las ideas ha pasado a ser irrelevante por obra y gracia de unos dirigentes que disfrutan aferrados a su endogamia.

Batallitas aparte, quienes hace medio siglo teníamos 18 ó 19 años, hicimos lo que pudimos. Y, supongo que será por eso, por el paso del tiempo y el peso de los recuerdos, que comparamos el presente con el pasado y llegamos a la conclusión de que, lo que define, hoy, a la juventud es la indiferencia. Es la pérdida del entusiasmo, la apatía, la desgana y la despreocupación. Es haber caído en la dejadez y que, poco a poco, se haya ido gestado una manera de vivir en la que se acepta la sumisión. Al final, los jóvenes se han acomodado tanto a la precariedad, y las desgracias, que hagan lo que hagan con ellos les importa un bledo.

Les importa poco porque viven en una burbuja y todo lo demás les resbala. Una burbuja tonta que hace que crean que el ascenso social y el acceso al bienestar se consiguen por azar o con una educación superior. Creen que todo se arregla con ir a la universidad. Los referentes de la lucha por la dignidad y la primacía del interés general han desparecido. Pasan del compromiso social y del sacrificio. Se dejan arrebatar sus derechos y se refugian escondiéndose detrás del iPod. Les falta el coraje de sus abuelos. Unos abuelos que han vuelto a salir a la calle para luchar contra el recorte de las pensiones.

Acabamos de verlo. Quienes se movilizaban hace cincuenta años vuelven a estar en la calle mientras los jóvenes ni provocándolos se mueven. La CEOE acaba proponer como becarios a los mayores de 45 años y ni una protesta. Es el mundo al revés. Son los viejos protestando y los jóvenes en el sofá, jugando con Twitter y con Wasap.

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