Matthew Collings, que es un crítico de arte inglés, explica que "el arte es la vida, la forma que tenemos de imaginar cómo puede ser la vida". Lo importante de esta definición está en la palabra "imaginar". Así, con imaginación, continúa Collings, los hombres no se devoran los unos a los otros y así, con imaginación, los hombres construyen la civilización. O sea, que el arte es un cuento. Y eso está bien. Matthew Collings no es muy original, pero sí que es, por lo menos, transparente. Los cuentos están para que podamos seguir siendo. Y los cuentos pueden tomar forma de lienzo sobre una pared, de relato escrito o de minuto escuchado en torno al hogar de una hoguera. Platón es el que se inventó las sombras de nosotros mismos, las que se escapan para contribuir a que nos creamos habitantes de estos alrededores. De todo esto fue "Ilusiones", la tragedia que se estrenó antes de anoche en el teatro Palacio Valdés, el último espectáculo de Miguel del Arco, que regresará a Asturias en septiembre y lo hará con una "Fuenteovejuna" en forma de ópera. Pero para eso quedan aún unos meses.

"Ilusiones" la escribió Ivan Viripaev, un ruso que nació en la época más chunga de Leonid Brézhnev, en medio de Siberia, en la ciudad que es la meta de Miguel Strogoff, el correo del zar. Escribe, dirige y tiene cierto renombre en el entorno del antiguo Pacto de Varsovia. O sea, que es un desconocido (para mí lo era: absolutamente).

Lo bueno de que esto sea así es que, con nada, con un empujón, uno puede encontrar la sorpresa y ser feliz. Lo que sucede es que Viripaev no lo pone fácil: "Ilusiones" es un texto difícil y lo es porque va de la dificultad de ser sin cuentos. Y es mucha. Lo dejó claro Aristóteles cuando habló de la felicidad de sentirse concernido por lo que ves delante de ti.

Pero no hace falta irse tan lejos: Manuel Puig escribió "El beso de la mujer araña", que es una novela que luego fue libreto teatral y terminó en guión de cine y musical: dos tipos en una celda se cuentan películas para escapar del agujero en que se encuentran. Los que cuentan en "Ilusiones" son tipos sin nombre; lo que cuentan, una historia que empieza con dificultad (el monólogo del moribundo palabrero que interpreta deliciosamente Marta Etura es un muro para el espectador: lo bueno está cuando logras saltarlo y en eso ayuda mucho el director Miguel del Arco, que está convencido de que el público está formado por personas tan inteligentes como para que quieran que les cuenten cuentos. Aunque sea una broma, como dijo Daniel Grao cuando llegaron los aplausos).

O sea, que la cosa va de cuentos, de cuatro narradores a los que interpretan cuatro actores transformados en espectros de un teatro, en los colegas del Fantasma de la Ópera, o en dos parejas primitivas que buscan quién les escriba. "Ilusiones" es una obra pirandelliana, muy "Niebla"? Los cuatro actores prestan sus cuerpos a cuatro criaturas que lo son porque hablan de quienes no son y lo hacen con esmóquines o en chándal, como si salieran de la fiesta del embajador o salieran a correr por la ciudad. Y es que la historia de los cuatro ancianos no dice nada de esas criaturas de Viripaev porque, de quien dice, es de quienes estamos escuchando.

El espectáculo se desarrolla en una especie de almacén de escenografías con focos sin esconder. El trabajo descomunal de los actores -de los cuatro- al final descompone y el espectador se lleva las historias para casa, sobremanera con ese final que a mí, qué quieren que les diga, me recordó tanto al lamento último de Pleberio en "La Celestina": "¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo 'in hoc lacrimarum valle'?"