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Despacito y buena letra

Sentí dolor y tristeza

Sobre la obligación moral de Europa de ayudar a terminar con el problema de los refugiados

En plena cultura de la imagen, y cuando el exceso y consumo de las mismas parecía que nos había vuelto inodoros, insípidos, insensibles y rocosos, y cuando creíamos que nada iba a conmover nuestro corazón, el telediario de las 21 horas del 2 de setiembre consiguió lo imposible: que reaccionáramos, que nos diéramos cuenta de que esto no podía seguir así, que tenemos algún grado de responsabilidad en lo que ocurre en nuestro mundo, que no sirven disculpas genéricas, por mucho fanatismo y nacionalismo que exista. Uno no puede renunciar a su condición de humano, de hijo de un Dios que no distingue razas, estirpes, bellezas, inteligencias, dineros y que rige la Tierra con justicia y verdad.

Y ahora que se acaba el verano y que España ha recibido en lo que va de año más de 37 millones de turistas extranjeros que buscan sol, playa, descanso y comida, es de justica acordarse del viaje sin rumbo que hacen miles de refugiados que abandonan lo que más quieren: su casa, su familia, sus amigos? en busca de un horizonte tranquilo, seguro, que les libre del miedo y les aleje de la muerte, y más cuando ven las risas apagadas y las tristes e inseguras miradas de sus hijos que les preguntan: "papá, ¿hasta cuándo?".

No sé por qué, los destinos de Europa y de España parece que se deciden en verano. Quizás el exceso de calor, de luz, de ocio o la relajación de costumbres puedan explicar el tema, pero no viene mal recordar que nuestra guerra incivil -uno de mis mejores alumnos siempre la escribía con minúscula, ya que le quedaba muy lejos- empezó en julio, un 18, como también empezó en julio, un 28, la Primera Guerra Mundial, y la Segunda, el 1 de setiembre de 1939, apenas acabada la nuestra, y que la primera bomba atómica se arrojó sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945.

El pasado 2 de setiembre, después de haber escuchado las canciones infantiles de mi nieto, que hablan de que "la Vaca Lola tiene cabeza y tiene cola", o de que "Yo tengo un caballo verde que hace piruetas", me senté a ver el telediario y me encontré con la imagen desoladora de Aylan Kurdi, niño sirio, de tres años, que ahogado cuando se dirigían hacia la isla de Kox, aparece en la playa de Bodrún, donde las olas suaves le mecen mientras duerme el sueño eterno, en posición boca abajo con su camiseta roja y pantalón azul marino y con los playeros de verano protegiendo sus tiernos piececitos.

Todos, o al menos eso pienso, desde nuestro plácido sillón, sentimos que nuestras vísceras se alteraban y que nuestra mente decía que esto no podía permitirse, que no podemos seguir en esta indefinición, que podemos y debemos mitigar tanto dolor -también nosotros en otro tiempo fuimos refugiados-. En la imagen de ese niño he visto a todos los niños del mundo, incluido mi propio nieto -recinto de inocencia, alegría y gozo-, y me pregunto qué necesita Europa para ser más generosa y humana. La respuesta me la da el propio Pinocho cuando dice que el cirujano le puso un corazón de fantasía y despertó sonriendo -tengo la certeza de que sin novelas de caballería no hubieran existido exploradores que fueran a América-- Y es que sin imaginación, fantasía y cierta dosis de utopía no se hace el camino y menos se justifica una vida, ya que el mero consumo no llena, no mueve ni conmueve, sino que desespera.

Espero que el viejo continente, Europa, esté a la altura de las circunstancias y que las partidas económicas de emergencia y apoyo humano no falten. Nunca es tarde para darnos cuenta de lo insignificantes que somos.

P.D. Las palabras que titulan este artículo fueron pronunciadas por la fotógrafa Nilüfer Domir que captó la escena.

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