A veces tenemos ojos y no vemos, oídos y no oímos, y basta para ello recordar la sorpresa que uno experimenta cuando alza la vista en la calle por la que pasea a diario y se sorprende con una cornisa, una ventana o un elemento decorativo que desconoce, y se hace la pregunta de rigor: ¿cómo es posible que no viese antes el remate de esta bella cornisa? Y otro tanto ocurre con las relecturas que uno hace, donde, a veces, descubre contenidos, significados, que se le habían escapado, que le habían pasado desapercibidos. Quizás sea cosa de los años, ya que no es lo mismo leer "El Quijote" a los 16 que a los 50. De joven, más inquieto, más impetuoso, más volcánico; de mayor, más reflexivo, más pausado, más lento. Y otro tanto se puede decir de los mensajes o frases que uno escucha a diario. El otro día, desde la quintana de mi pueblo, me llegó el aviso del chatarrero que con voz diáfana y fuerte alertaba a los vecinos:

"El chatarrero, el chatarrero. Ha llegado el chatarrero. Compramos baterías, canalones, cocinas viejas, motos viejas y toda clase de desperdicios de chatarra?"

He de confesarles que no es la primera vez que oigo este reclamo, que lo he escuchado en multitud de ocasiones, pero no sé por qué esa mañana me sorprendió; quizás se deba a la torta con leche, al veranillo de San Martín, a las rebajas que uno busca para poder llegar a fin de mes -casi tres millones de españoles cobran menos de mil euros mensuales- o porque ya están pegando en la puerta las Navidades con la cesta del consumo y las promesas, y uno quiere estar operativo.

La sociedad española necesita muchos chatarreros que truequen engaños, mentiras, promesas, fraudes por ilusiones, esperanzas, trabajo, futuro. Se sabe que uno de los negocios más rentables es el de los desguaces, que la venta de pisos de segunda mano ha experimentado un incremento del 13% y que dentro de la economía diaria se observa una evolución, un cambio de tendencia, como dirían los expertos, y es que de los locales de "compro oro" se ha pasado al trueque o estraperlo, o sea al yo te doy de lo mío y tú me das de lo tuyo, y por el medio sigue la preocupante subida del aceite.

Todo esto viene a cuento porque hace unos días, releyendo un artículo del eximio Francisco Umbral, me encontré con la palabra "faldumenta", término que desconocía -pues las palabras también envejecen e incluso fallecen-, y que a voz de pronto pensé que podía derivar de la palabra "falda". No obstante, para más seguridad, acudí al Diccionario de la Real Academia, donde tal palabra no aparecía. Insatisfecho y antes de darme por vencido, consulté en Internet y al poner el término en el buscador encontré la agradable sorpresa, la nota positiva del día, y es que un ayuntamiento de Salamanca, el de Torresmenudas, en la comarca de la Armuña Baja, me daba la respuesta que a continuación transcribo: "faldumenta o faldamenta: Despectivo de falda/ falda larga y desbaratada". La solución aparece en la página web del citado Ayuntamiento, en el apartado de Tradiciones y Cultura, subdividido en: a/ Palabras de antaño, b/ Dichos y refranes y c/ Curiosidades.

Ante tal grado de eficacia sólo cabe el aplauso, la felicitación. Que un Ayuntamiento cuide y proteja la palabra, la memoria viva de sus vecinos, dice mucho en su favor, ya que quien mima y venera la palabra, conserva el pasado, afianza el presente y garantiza el futuro, y hará que el aire y el aroma de cada palabra sea lozano, fresco, transparente y sano, o sea humano.

Una vez más se comprueba que el trabajo y la voluntad de hacer las cosas con discreción y buena fe siempre dan el fruto esperado y es bueno reconocerlo ahora que se celebra el cuarto centenario de la publicación de la II Parte de "El Quijote", ya que el mejor homenaje que se le puede hacer al desdichado Cervantes es proteger y preservar el idioma que él glorificó y que nosotros oímos, entendemos y usamos desde la más tierna infancia.