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El termómetro

Los cagamentos

El otro día estaba con un familiar en una terraza de la Pola y, dos mesas más allá, había un grupo de gente joven con el que nos ofendimos bastante, pero no por la misma razón. Mi familiar se ofendió porque una chica decía muchísimos tacos. Yo porque daba muchísimas voces.

Hay una diferencia muy grande entre el volumen y el contenido de lo que uno dice. El volumen es poco interpretable. Es físico, y aunque tú puedas aceptar mejor o peor que alguien te grite, se trata de ondas sonoras y sensibilidad auditiva. No hay mucho más allá. Con el contenido ocurre todo lo contrario. Casi podría decirse que no hay más acá. Que es todo interpretación.

Recuerdo un día que fui con mi madre a un negocio para arreglar la cocina de casa. Una vez allí, hablamos con el responsable, que era conocido. En un momento dado salió a colación un amigo común que estaba muy enfermo. A partir de ahí, el tipo empezó a soltar cagamentos como una metralleta: bajó toda la corte celestial. Mi madre, que era muy beata, se lo tomó muy bien. Vino a aplicar al contexto aquel "Padre, perdónalos, no saben lo que hacen".

Efectivamente, el hombre soltaba cagamentos pero lo hacía en un tono tan grave, preocupado y sentido que les quitaba toda posibilidad de ofender.

Y después está el hecho de que estábamos en Asturias, donde la blasfemia inocua, por llamarla de algún modo, está extendida como en pocas partes del planeta. Un amigo valenciano que vivió varios años aquí me contó lo que se extrañaba al principio al oír a la gente mentar al Altísimo sin estar enfadada ni nada, en plan "Qué bien quedé, me cago... etcétera". Decía que allí cuando se blasfemaba era por un enfado gordo. A decir verdad, no sé con qué quedarme. Lógicamente, hay contextos en que no se puede consentir, por respeto a la gente, cierto lenguaje, pero en otros diría que ciertas expresiones contribuyen a aumentar -para bien- la complejidad y los matices de nuestra riqueza lingüística.

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