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Párroco de Lugás y archivero de la Catedral

Monchu, sacerdote y pintor

Un artista que compagina bien el cáliz y los pinceles

Sacerdote y artista podrían ser la definición más aquilatada de Monchu, el cura pintor que sabe armonizar bien el cáliz y la patena con sus cualidades artísticas. Monchu, José Ramón García Fernández, "Monchu", nació en Villaviciosa y esa radicalidad la vive y ejerce de ella como pocos. El 18 de enero de 1936 vio, en esta bendita tierra, que es la nuestra, la luz primera, que para él amanecía trasparente y clara, preludio de la diafanidad, transparencia y luminosidad, que alegran siempre y llenan de regocijo su pintura.

Monchu la expone y exhibe para nosotros en la Fundación Cardín de Villaviciosa.

Monchu se ordenó cura el 7 de abril de 1962 y cantó la primera Misa en la Villa.

Recuerdo que mi madre asistió a aquella primera Misa, para aprender lo que tenía que hacer la madre del cura misacantano. Ya había asistido a la de Juan Miyar San Miguel, el del "señorín de les caleyes" y, después a la del dominico Fray Etelvino González López y, finalmente a la de Monchu. En realidad era yo el siguiente, que quedaba en puerta, de los seminaristas del concejo, para ordenarme de cura. Por eso, ya llevaba bien aprendido ella cómo tenía que hacer la madre en el besamanos y lo demás que convenía.

Monchu no nació como yo en Lugás, pero bien pudo haber nacido en este bienhadado lugar, pues allí estaban sus raíces, que eran las de Ramón el "Coxu", al que Monchu en esta exposición de "Recuerdos de aldea" rinde cálido homenaje, incluyendo entre los cuadros la reproducción del viejo Chevrolet, que tanto traqueteó por todas las caleyas -oficialmente, carreteras, pero como eufemismo- del Concejo, sobre todo llevando enfermos y en casos de emergencias. Aquel entrañable viejo coche, que igual llevaba un par de pitos al mercado, que a los cristianos que lo demandaren, era todo un poema por Villaviciosa entera.

Monchu, en su niñez, pasó muchas temporadas en Lugás, en casa de su tía Casilda y allí empezó para él ese contacto con la naturaleza que, entre otros influjos lo fue embebiendo en ese como carácter que imprime en los espíritus la aldea. Desde bien pequeño lo recuerdo cuando tenía seis o siete años y reflejaba cualidades que podrían dejar adivinar el pintor y artista que llevaba dentro. Es de mis más tempranos recuerdos, cuando lo contemplo en cuclillas dibujando sobre las losas del Cabildo de la Iglesia. A Monchu era todo y la misma cosa ponerle en la mano una tiza o un trozo de teja y ponerse a dibujar. Disfrutábamos los otros niños, cuando le decíamos: "dibuja la Iglesia" y en cuatro trazos tenía ya perfilada la Iglesia. O le decíamos: "dibuja el burru de José Ramón" o "les vaques d Ángel del Cuestu", y así, sin borrar nada, con cuatro rayas quedaba el dibujo que ni pintado, sacaba cada cosa con exactitud, perfectamente reconocible. O podías decirle: "pinta la Casa ´l Pepitu" y te la sacaba, que ni clavada.

Un día dibujó la escuela, con la maestra Doña Luzdivina asomada a la ventana y, cuando la maestra se vio, nos dijo: "Aprendan cómo hay que dibujar, no los adefesios -nuestra capacidad comprensiva no alcanzaba a saber qué eran los adefesios, pero intuíamos que debía ser algo muy feo o deforme o qué sé yo- sí, los adefesios, que ustedes dibujan". Naturalmente Monchu era Monchu y los demás, torpes, mejor torpísimos aprendices, de los que no iba a salir ningún Velázquez. Monchu lo llevaba dentro e igual que dice de sí el vate latino Ovidio, que "todo lo que escribía resultaba verso", de Monchu podía decirse que "raya que hacía, resultaba dibujo logrado".

Por eso, al ver que tenía expuesta una muestra de su pintura de los últimos tiempos, titulada "Recuerdos de aldea" en la Fundación José Cardín, me propuse verla porque estaba seguro de que disfrutaría con todos los sentidos del alma, a sabiendas de que seguro que sus recuerdos se iban a mezclar con mis recuerdos, que un algo de lejanas esencias pasadas, de mutuas ancestralidades iba a aflorar también en mi sensibilidad y recuerdo.

Nada más entrar en la sala de la exposición, me sentí invadido de añoranzas que se entremezclaban confusamente con una visión íntima de los cuadros, en que tantos recuerdos afloraban a mi mente de unas vivencias, que han constituido la sustancia y la radicalidad de mi ser y estar ante la realidad. La entrañable visión personal de Monchu, por ejemplo, sobre Covadonga es de lo más grato que se puede contemplar.

Esos rasgos de entrañable ingenuidad, con que, en estudiada falta de perspectiva, mira la Cruz de Priena, que los seminaristas decíamos "la Cruz de Pelayo", con la Santa Cueva, con la Colegiata de San Fernando, con el Chorrón, con los obeliscos de la entrada, con la frescura de una naturaleza moderadamente difusa, con una flora apenas insinuada, para ser, sin embargo, exuberante, en ello todo queda reflejado lo que él ve.

Me embargaba la emoción, contemplando la humilde pareja de labriegos, que con las espalda doblada sobre la dura y terronosa tierra, la cabeza empapada de sudor, sallan esa tierra, de la que se hallan muy lejanas todavía -sangre, sudor y lágrimas como riego- las panoyas o los trigos, reservados para el pan del día de la "romería". "Cavar la tierra con la azada" es acción que implica el "sallando" esa tierra de labranza que pasará de ser un pegujal a ser una frondosa tierra de maíz. Monchu se entretiene y deleita con los pequeños detalles de la vida diaria en la aldea, como ese "Pañando mazanes", con el hombre llevando al carro el "sacu mazanes ya pañaes" o la mujer que selecciona las mejores "pa guardar pa entre añu" o la otra mujer, que va "atropando les más ruines pa´l mayu". No te olvides tampoco de fijarte en los "lladrales del carru el país" o "les manzanes que queden pa llimir", con el Miravete, al fondo, y Peña Cabrera, bien visible. Para la ¿ingenuidad? o visión "naif" de la pintura de Monchu , no sabrías dónde termina lo aparentemente infantil o "naif" o lo estudiado de una técnica, que el pintor que es Monchu, tiene bien ensayada..

¿Por qué no extasiarse con el logro de detalles que va sugiriendo Monchu en esas escenas de sus "recuerdos de aldea", que, como la de Don Armando casi podemos tener por "La aldea perdida", la aldea que ya no reconoce entre sus personajes a la "tabernera del chigre", que atrae a los dos "paisaninos" que, ya desocupados, "echen la partía" y que, "con un vasiquín de vino maten la tardi" o "el enamoramientu de los dos ya talludos perennes novios", con un noviazgo ya de años por nunca acabar. O "el casín que afalaga la vaca" , "llevandoi un puñaín de sal que la amanse pa catala mejor", todo con el "estilo monchu", que no hay otro, como lo ha definido Etelvino González.

Un vivir fluyendo inacabable de estas tierras nuestras, en que Monchu empezó a sentir el embrujo de los colores, la fascinación de la luz, la atracción de nuestros verdes o los colorados de la faldamenta de las mujeres villavicosinas, que Monchu pinta y vuelve, sin descanso, a pintar.

Cuando tienes la suerte de acceder al estudio -que no es leonera, aunque pudiera parecerlo- de Monchu te explicas por qué emerge Asturias por doquier, por qué el bable es nuestra querencia, por qué el alma de Asturias lo trasfunde todo. Sábetelo bien: es porque pasa por nuestros "recuerdos de aldea", por la vida de nuestras aldeas. "Et in Arcadia ego" (Lugás, mi aldea, mi Arcadia feliz).

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