El término bolardo es un anglicismo (bollard) que define una traba, protuberancia, caballo de Frisia o erizo checo que se puso de moda para impedir aparcar sobre las aceras o acotar el paso a vehículos en zonas reservadas para los viandantes. Resulta normal encontrarlos de diversos tamaños y formas, de hierro o aluminio, fijos o retráctiles, inteligentes o abstrusos, formando parte de lo que hoy eufemísticamente se denomina mobiliario urbano.

Personalmente, los encuentro inútiles, obscenos y, lo que resulta aún más irritante, pienso que, como obstáculo físico en espacios públicos, su instalación incumple varios apartados previstos en los textos legales.

No obstante, tienen una ventaja: generan riqueza para las empresas de fundición y, no me quisiera columpiar, su amplia colocación, al igual que las series de farolas de múltiples brazos que se ensombrecen unas a otras, presuntamente favoreció la riqueza de algunas personas con poder de ejecución.

Aparecen como un remedio ante una inadecuada conciencia cívica. Son la síntesis de un fracaso educacional y, lo que resulta aún peor, no solucionan lo esencial. Utilizando algún ejemplo que se puede parangonar, es como si ante un riachuelo contaminado utilizamos una bóveda de hormigón para canalizarlo y así solucionar el problema.

Necesitamos una mejor instrucción, más valores democráticos, mejorar el conjunto de costumbres que rigen el comportamiento. Las matemáticas y el inglés son importantes para nuestros alumnos, aunque conozco muchos cretinos que hablan inglés y hacen integrales trigonométricas, pero no resultan menos sustanciales la ética o la lengua, por ejemplo.

En fin, con tanto artilugio automático, tal vez asistamos a la entrega del "microchip de la ciudad" en lugar de las clásicas llaves; pero lo que no soportaré será encontrarme con un bolardo en mitad del "flex".