A mí siempre me han gustado los animales en los documentales de La 2. No hay nada como notar cómo te cae la baba en el sofá viendo al guepardo correr tras la gacela. Pero hay animales más allá de la tele y, como yo, mucha gente no parece darse cuenta. Y cuando se dan cuenta, sufren y tienen miedo.
Unos amigos me contaron que una niña que iba con ellos a la escuela hace muchos años hablaba de "los calamares, esas cosas redondas que van por el mar". Esa imagen se me ha quedado grabada como la metáfora perfecta del mundo en el que vivimos -o más bien queremos vivir- la mayoría de nosotros.
Nos gusta ver los calamares en anillas, ya fritos, y olvidarnos cuanto antes de que lo que comemos estuvo vivo alguna vez. Nos gusta tener la carne en el plato pero no queremos pensar cómo ha llegado hasta allí. No queremos ver cómo matan al animal (de matarlo nosotros mismos ni hablamos).
Esta vocación creciente de vivir en un mundo aséptico y protegido de toda perturbación hace que nos sea complicado resolver algunos problemas relacionados con la madre naturaleza. Porque nos sitúan en una encrucijada. Nos molesta el ruido de los disparos y al mismo tiempo queremos vivir en entornos seguros y libres de bichos. Nos gusta tener las ciudades libres de jabalíes, pero no estamos por la labor de librar al campo del abandono que propicia que los jabalíes lleguen hasta las ciudades. Y así hasta el infinito y más allá.
Y luego están los caprichos culturales. Las palomas, por ejemplo, tienen ese halo de santidad que contradice su condición de animales sucios y omnífagos (vamos, que tragan de todo, caca incluida) y cargárselas sin más está muy mal visto, con lo que hay que buscar formas de exterminio que sean benévolas, al menos en apariencia. Las ratas, en cambio, no tienen tanta suerte. Cargarse una rata siempre estará bien visto, sea cual sea el método. Somos raros. Muy raros. Y los llamamos bichos a ellos.
