Cada vez que acabo de ver o leer las noticias, y me ocurre día a día con más frecuencia, pienso en la pérdida de valores que estamos sufriendo en nuestra sociedad. Parece que ya todo vale, que las pupilas se acostumbran a ver guerras, atentados, genocidios, catástrofes, asesinatos... Sin más. El cerebro parece que se ha hecho una coraza para no reflexionar sobre tanta desgracia ajena, y al corazón ya no le llega la información, porque si no, sería imposible entender la vida en sí misma.
Pero a pesar de todo esto, hay alguna noticia que todavía revuelve conciencias. Me refiero a lo ocurrido estos días con Adrián, un niño de ocho años, que trae a las redes sociales de cabeza desde el ocho de octubre.
Adrián tiene cáncer, padece sarcamo de Ewing pulmonar, y su mayor ilusión es ser torero. El pasado sábado su padre organizó una corrida benéfica para recaudar fondos destinados a la Fundación Oncohematológica Infantil y, a partir de ese momento, se generó una gran polémica.
Ha habido opiniones en las que se deseaba la muerte del niño, por "querer curarse para matar herbívoros inocentes y sanos que también quieren vivir", que se han quejado "del coste que se tiene que pagar por la recuperación de un niño que quiere ser torero".
Pero... ¿qué nos está pasando? No todo se puede pasar a moles, no podemos mezclar las posturas "toros sí toros no" con una ilusión de un niño que está enfermo, que tiene un derecho fundamental, como todo ser humano, que es el derecho a la vida, reconocido por numerosos tratados internacionales, y que se le está deseando su muerte por querer ser torero. Si quisiera ser futbolista, ingeniero, fontanero, político o empresario, nadie nos hubiésemos enterado de su caso, como el de miles de niños y niñas que padecen cáncer en España.
A veces, y cada vez con más frecuencia, me asusta hacia donde vamos. La sociedad pierde el norte. O cambiamos de brújula, o inventamos una nueva, para recuperar los valores humanos que tantos siglos costó establecer.
