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Muy distinto pero, al fin y al cabo, lo mismo

Sobre la celebración de Todos los Santos y la llegada de la fiesta de Halloween a nuestra tradición

Nunca he sido un gran defensor de las tradiciones. Confieso que la mayoría me dejan bastante indiferente. Pero tengo que decir que tampoco me molestan. No me parece mal, sino todo lo contrario, que haya gente que se entusiasme con la tradición. De hecho, eso sí que me gusta. Hablar con la gente a la que le entusiasman las cosas siempre ha sido agradable para mí. Tanto si el entusiasmo viene de una tradición como si está relacionado con una pasión cualquiera. Por ejemplo, yo nunca haría una colección de pingüinos de porcelana, pero siempre me resultará agradable escuchar a alguien que los colecciona hablar de cómo los consiguió, de dónde vienen, de las características de los más raros, etcétera. Esto viene a cuento por dos tradiciones, una inveterada y otra muy reciente, que asoman todos los años entre octubre y noviembre: Halloween y Todos los Santos.

Ambas conviven en paz y armonía (salvo contadísimas excepciones) y supongo que seguirán conviviendo durante muchos años. El porqué es muy fácil de explicar. Lo primero, que no son el mismo día.

Lo segundo, por la propia idiosincrasia de las fiestas. La de Todos los Santos está ahí desde hace mucho tiempo, y está relacionada con algo tan profundo como honrar a los propios muertos. Aunque los difuntos es al día siguiente, esta es la fiesta importante. Que haya gente que lo vea como un paripé de tumbas limpias de cara a la galería no le resta ningún valor. Sigue siendo algo profundo.

En el caso de Halloween, su vocación es aligerar la muerte. Las máscaras, los disfraces, lo macabro, todo ello convertido en cachondeo para hacer más llevadero lo inevitable. Supongo que tiene su utilidad. Pero la razón por la que ha llegado para quedarse es puramente económica. Vale que hay una invasión cultural y demás, pero esta fiesta da pasta. Las tiendas venden de todo para los disfraces y maquillajes; los bares y demás sitios de ocio organizan fiestas y saraos gastronómicos; las televisiones programan ciclos de cine y especiales y los medios tienen algo muy vistoso, fotogénico e inocuo para mostrar a su público.

Halloween ya forma parte de nuestra tradición, y luchar contra su fuerza mediática es como tratar de remontar las cataratas del Niágara. Y tampoco hay que tirarse de los pelos. Desde tiempos inmemoriales los pueblos han adoptado tradiciones de las culturas dominantes de su época. Y ahora esa cultura dominante tiene una herramienta llamada Hollywood que hace más fácil que el resto del mundo se rinda a sus encantos. Personalmente, Halloween no me gusta demasiado. No es que esté en contra de esta celebración, es que no me gusta. Un tipo que camina por la calle disfrazado de personaje de película de Tim Burton me interesa mucho menos que la propia película.

Lo curioso es que, de un tiempo a esta parte -señal inequívoca de que me estoy haciendo mayor- cada vez le veo más sentido a la celebración de Todos los Santos. Ya sé que es puro convencionalismo, y que está relacionada con un credo con el que tengo alguna que otra discrepancia, pero, aun así, tiene algo profundo que me gusta.

Aunque al final, en cierto modo, las cruces, las flores y los mármoles tienen el mismo fin, en una versión más seria y respetuosa, que las caretas de Halloween: dotar a la muerte de una estética que la haga más limpia y llevadera. Porque, como dejó escrito Nicanor Parra tanto para unos como para otros: "Sólo una cosa es clara: que la carne se llena de gusanos".

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