Hay un capítulo de "Friends" en el que Ros y Rachel, que van a ser padres, hablan de su futuro hijo. Dicen que no les importa su sexo. "Lo único que nos importa es que nazca feliz y sano", dice el padre; "Y guapo", replica la madre. Y siguen: "E inteligente", "Y popular" "Y con aptitudes científicas". Hasta que salta Phoebe: "¿Estáis hablando del mismo bebé?".

Ese furor competitivo, ese deseo -tan propio del otro lado del Atlántico- de crear superhéroes, científicos de la Nasa, atletas imbatibles y genios de todo pelaje forma ya parte inseparable de nuestra cultura.

Lo que ocurre es que incurrimos en una contradicción tremenda. Por una parte les exigimos resultados excelsos, somos resultadistas sin remedio: el partido, el concurso de cocina o el certamen de hip hop hay que ganarlos hoy, no vale de nada formarse con paciencia, aprender, trabajar día a día sin resultados visibles inmediatos. Todo el mundo quiere el trofeo en casa cuanto antes. La grada pide resultados a costa de lo que sea. Ese fervor por lo inmediato contradice poderosamente las leyes no escritas del éxito: todos los que tratan el asunto hablan siempre de trabajo en la sombra, de esfuerzo, perseverancia, paciencia, etcétera.

Pero si eso no fuera suficiente para boicotear el crecimiento, le añadimos nuestra vocación irresistible de convertirnos en guardianes no ya de la integridad, que tendría sentido, sino de la comodidad de nuestros hijos.

No sé dónde vi recientemente un cartel glorioso que rezaba algo así como: "Tranquilos, vuestros hijos no son efervescentes", que venía a contestar a las quejas de padres que protestaban porque sus hijos se mojaban desde el tendejón de la salida del colegio hasta el coche en el que los venían a recoger.

Recientemente, a esta protesta paternal tan lógica y cabal (valga el pareado) se une otra de unos padres que consideran que existe una crueldad suprema en dejar que los niños, en los días de lluvia, recorran a la intemperie la distancia que va del tendejón del colegio a la pista polideportiva cubierta.

El otro día, Míchel Suárez hablaba de que les estamos negando la educación del gusto y la calidad a los niños, dándoles juguetes de plástico y sonidos enlatados, en vez de materiales más nobles e instrumentos musicales de verdad. A esto podría añadirse que también les negamos el gusto (sí, el gusto) por verse atrapados bajo un chaparrón o por caer de culo en un charco.

Nassim Nicholas Taleb ha profundizado en una estrategia que consiste en someterse a incomodidades o problemas pequeños, de cometer muchos errores en cosas sin importancia, para hacerte más fuerte cuando lleguen los problemas de verdad. Más que una estrategia es una constatación de lo que sucede casi siempre en la vida. "Evitar los errores pequeños hace que los grandes sean más graves", dice Taleb.

Y lo que vale para los errores sirve también para las incomodidades, los contratiempos, etcétera. Seguramente hay quien vea con buenos ojos poner entre el colegio y la pista polideportiva una cinta móvil como la de los aeropuertos, cubierta con un techo bien ancho y bien gordo, para que la lluvia no estropee el peinado de sus hijos.

Y también querrá que sus retoños sean en el futuro grandes atletas, o que tengan una alta resistencia a la frustración y a los contratiempos. Son las contradicciones de nuestro tiempo. La gente ve la tele para calmarse, va en coche al gimnasio para subirse en la cinta de caminar o no puede fumar en el estanco, porque está prohibido.

En el caso que nos ocupa, supongo que el hecho de que los niños se mojen o no es indiferente. No por mojarse van a convertirse en tipos duros ni por estar todo el tiempo a techo les van a reblandecer los huesos o el alma.

La protesta por la lluvia debe tomarse solo por lo que es: un síntoma. Es la parte visible (e inocua, a qué engañarnos) de un problema mucho más grave en el que todos acabamos por caer. No queremos ver sufrir ni un ápice a los críos. Y yo no digo que haya que volver al "Churro, media manga, manga entera". Digo que todos tienen derecho a una buena dosis de intemperie y salvajismo siquiera una vez en la vida.