Mi hermano me contó hace un porrón de años la historia de un tipo que decretó que tenía demasiado alcohol en el cuerpo, se subió al coche, dijo "Voy a que me pongan la B-12" y salió disparado conduciendo y vomitando por la ventanilla.

Esta historia, una de las más gloriosamente absurdas que conozco contadas por gente cercana, está entre mis favoritas porque refleja lo mucho que han cambiado los tiempos -en este caso, para bien- en el asunto del alcohol al volante.

Un amigo mío de la Pola volvía de una fiesta a casa tan cocido que se tenía que tapar un ojo con la mano para ver una sola raya en la carretera.

También recuerdo un viaje de vuelta a la Pola de las fiestas de San Pedro de Cudillero.

En aquella ocasión, yo me ofrecí voluntario a ir de copiloto-animador para evitar que el conductor, que como es fácil de adivinar no hubiera dado cero coma cero en un eventual control de alcoholemia, se durmiese al volante. Y, responsable como era, me quedé dormido, al igual que los otros tres pasajeros que estaban sentados atrás, aproximadamente a los treinta y siete segundos de subir al coche.

Solo tuve un accidente. Iba con otros tres amigos. En el asiento de atrás. Entonces no conducía. También lo provocó el exceso de alcohol-velocidad. Nos llevamos un susto tremendo pero nadie salió herido. Solo magulladuras.

Ahora lo recordamos todo con mucha risa. Y también celebramos haber tenido suerte. Mucha suerte. Como nosotros, hubo miles de cafres al volante durante décadas. Estamos vivos de milagro.