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Abelardo Torrijos, genio y figura

Un activista social y cultural de Noreña

El Hogar de Pensionistas y el Ayuntamiento de Noreña rinde hoy un homenaje póstumo a mi abuelo, coincidiendo exactamente con los treinta años de su muerte. Aunque muchos fueron los que llegaron a conocer a Abelardo Torrijos, pocos tuvieron una visión global de su persona. Permítanme por ello ser yo, con una percepción un poco más transversal, quién les cuente quién era aquél al que todos llamaban Torrijos.

Genio y figura, alegre, entusiasta, activo, inquieto, cultivado en la "Universidad de la Vida", crítico, soñador, cariñoso, un poco teatrero, de algún modo quijotesco, siempre ocupado, siempre con proyectos: así era mi abuelo. Todo un personaje, que bien pudiera haber sido sacado de una novela de aventuras, pero que como muchas veces ocurre, la realidad en su caso, fue muy por delante de cualquier ficción.

Abelardo Torrijos nació en 1909 en Barros, Langreo. Durante sus años de infancia, y como consecuencia de la profunda religiosidad de su madre, estudió en el convento de Valdediós, aunque pronto abandonó la idea de tomar los hábitos y en vez de ello, comenzó a trabajar en Duro Felguera como metalúrgico, profesión que compaginó con su gran afición que era la de ser de músico. Vecino y compañero del cabecilla revolucionario Higinio Carrocera, ya se pueden imaginar ustedes por dónde lo llevó la vida. Se pondrán imaginar dónde estaba, como miembro de la CNT que era, en el 34 y dónde estaba en el 36. Lo que pocos podrán imaginar es en los campos de confinamiento para "refugiados", en los que fue internado en el Sur de Francia tras la derrota del Ejercito Republicano en Cataluña. Torrijos conoció los infiernos de Argeles-sur-Mer, Bram o Le Vernet, este último lugar desde donde partieron trenes con destino Auschwitz. Pero incluso de allí, Torrijos intentó escapar en varias ocasiones, la última con éxito. Se unió entonces a la mítica Resistencia francesa, la que luchó contra las tropas de Hitler en el sur de Francia. (Muchos de los que allí se dejaron la piel eran españoles, aunque de ese relato también fueron injustamente borrados). En cualquier caso, allí estuvo él, con los llamados "maquisards", con los que se ocultaban en los bosques del sur de la Galia y que tan útiles fueron para el avance de los aliados. Torrijos fue también uno de aquellos que traspasaron el Valle de Arán en el 44. Así lo apresaron. capitaneando un grupo de "rebeldes" muy cerca de Terrassa. A partir de entonces vinieron los juicios sumarísimos, las condenas, los años en el Penal del Dueso, la posterior reinserción a finales de los 50, el reencuentro con la familia, la vuelta al trabajo, las reglamentaciones, la jubilación, sus crónicas en los periódicos, los programas de radio, las excursiones y todo su activismo social y cultural en Noreña: en el Orfeón, en la Sociedad de Festejos, en el Club del Condal, en el grupo folklórico y sobre todo, en la Asociación de Jubilados y Pensionistas.

Torrijos tuvo una vida desde luego azarosa y en varias ocasiones le llamó de cerca la muerte. A punto estuvo de ser uno de aquellos de Carbayín en el 34, de ser baja en el frente, de agonizar en un campo de concentración, de desangrarse en los Pirineos o de haber sido pasado por el cadalso; pero fueron finalmente unos pulmones demolidos por el tabaco los que los que terminaron con él en 1987.

Recuerdo como mi abuelo me enseñaba alguna vez sus heridas. No era algo de lo que alardease. Era simplemente algo que estaba ahí, como ahí había estado su vida. Ahí, en aquella España y en aquella Europa convulsas. Siendo testigo de un tiempo y de haber sufrido sangre, dolor y pérdidas. Demasiadas pérdidas.

Sus circunstancias de vida, sus convicciones y su sentido del compañerismo hicieron que mi abuelo tomara las armas en su juventud y en su madurez y vejez, le hicieron tomar de algún modo las letras con sus crónicas, sus corresponsalías en los periódicos, sus escritos o con su carteo continuo con activistas de la llamada Transición. Nunca olvidó Torrijos a los que cayeron, pero tendió la mano, consciente de la inmensa necesidad del diálogo.

Quizás fueron hombres y mujeres como él, como muchos de nuestros abuelos, los que enarbolaron ideales de dignidad, de igualdad, de democracia, de trabajo, de justicia social o de educación universal a los que les debamos hoy nuestra visión del mundo. Por todo lo anterior, y por habernos advertido (tras mucho padecimiento) de la necesidad del respeto, de la tolerancia y del perdón (no del olvido) como fórmulas para el progreso y la convivencia. Ellos creyeron firmemente en utopías y lucharon por ellas. Cometieron sin duda grandes errores, pero también penaron por ellos. Aún así, al leer sus escritos, choca encontrar ese espíritu altruista de fraternidad que les guiaba y que era tan ingenuo, pero a la vez tan sublime, que resulta esclarecedor para ser críticos con una sociedad que se contagia demasiadas veces de un viral egocentrismo. En todo caso, al final, todos ellos sólo desearon vernos crecer en paz. Lo mismo que nosotros deseamos para nuestros hijos o futuros nietos. Gracias desde aquí a los que de algún modo contribuyen a no olvidar lecciones de vida, de humanidad y de memoria.

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