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El termómetro

Las cosas claras

La sinceridad a partir de un partido de solteros contra casados

Vivimos inmersos en un mundo contradictorio, el de la gran comunicación, que por una parte nos habla de que lo importante es la generosidad, la amistad, la solidaridad, el compromiso y demás historias, y por otra nos impele a competir sin piedad y nos pone como ejemplo a grandes ídolos (deportivos sobre todo) cuyos méritos son única y exclusivamente los resultados que obtienen, más allá de que demuestren que tienen valores buenos o malos. (Bueno, a veces ayuda también el hecho de que tengan las nalgas recias, pero eso es otra historia).

No es de extrañar que la gente de a pie vivamos confusos, que digamos una cosa y pensemos la contraria. En esto de la competición es complicado mantener la cabeza fría y sustraerse de la corriente de resultadismo en que estamos envueltos. Porque si no compites, te quedas atrás, y si compites tienes que ser, al menos hasta ciento punto, resultadista.

Creo que el problema aquí está en que pocos somos sinceros, ni siquiera con nosotros mismos. A casi todos -siempre hay excepciones- nos gustaría ser poco menos que superhéroes en todo lo que afrontamos, nos encantaría que nuestros hijos fueran los mejores de Europa occidental en todo lo que acometiesen (a ser posible, en fútbol), y que nadie nos hiciera sombra.

Pero no lo decimos. No somos sinceros. Escondemos nuestros sentimientos porque queda mal exponerse de esta manera. Y contradecirse así no creo que sea bueno para la salud de nadie.

Pensé en todo este rollo ayer, después de escuchar una anécdota que me contaron: la del partido de solteros contra casados de las fiestas de Feleches de hace un porrón de años, en el que el hombre al que le había tocado arbitrar entraba al remate a cabeza cuando atacaban los casados. Ese tipo de sinceridad es el que más necesitamos.

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