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Mil palabras para una imagen

Artistas y artistas

Sobre los pintores anónimos de los toros de Osborne

Hace tiempo que me descubro reverentemente ante artistas como Damien Hirst, el del tiburón en formol. Tengo para mí que los tipos como él son los grandes genios de nuestro tiempo. Alguien que es capaz de convencer a otra persona para que le pague 12 millones de dólares por una versión marina y XXL del anís de guinda merece toneladas de alabanzas.

Contra lo que suele decir la gente, eso no lo puede hacer cualquiera. Cualquiera puede meter un tiburón o un ternero en formol. Basta con tener el animal, el líquido y una pecera lo suficientemente grande. Todo se puede conseguir con dinero. Lo difícil es lo contrario: conseguir dinero con todo. Ese es el gran mérito de estos genios, que todavía no sabemos si han hecho del arte un negocio o del negocio un arte.

Con estos antecedentes y en un mundo en el que todos somos en cierto modo ese necio machadiano que confunde valor y precio, tengo que declarar también mi admiración por los del otro lado. Aquellos que se esfuerzan, que incluso se arriesgan, con el único objetivo de hacerlo, sin otra recompensa.

Un niñato que firma en la puerta de un portal con un spray no está entre ellos. Es demasiado fácil. Un juego de niños. Como tocar el timbre y echar a correr.

Yo hablo de los que les pintan las pelotas a los toros de Osborne. Ahí sí hay que currárselo. El toro está siempre en una atalaya, a la vista de mucha gente, tiene unas dimensiones considerables y acceder a él es incómodo, no digamos ponerse a pintar sus partes pudendas.

Me da igual que pinten al Calimero de hace meses que la corona de laurel que luce ahora. Me da igual que sea un buen trabajo que un mal trabajo. Es un trabajo. Y el artista lo hace por amor a lo que está haciendo. Nadie hace algo así sin ganas. Uno puede pintar hasta güevos pintos sin mucho entusiasmo, solo porque le viene bien el dinero de la venta. Esto no. Esto lo haces por pasión o no lo haces.

Aquí, al contrario que en el caso de Hirst, lo que cuenta no es la idea. Hirst le da vueltas a las ideas y cuando se le ocurre una que pueda encontrar un comprador (o un primo, según cómo se mire) se pone a trabajar -eso sí, sin ensuciarse las manos, creo que tiene un taller con una legión de curritos- mientras que en el caso del artista de la güevera lo que cuenta es ponerse a ello: encontrar el momento y el ánimo para acometer la obra.

Porque es solo eso, ánimo en estado puro. No tiene recompensa más allá de la propia satisfacción. Puede, incluso, acarrear un castigo si te pillan.

Tanto en el caso del pintapelotas como en el de Hirst, la obra en sí misma no importa demasiado. Importa el concepto. Y los dos tienen mérito. Uno por su dominio del mercado. El ánimo de lucro de Hirst está bien canalizado. El tío sabe cómo forrarse y lo aprovecha.

En el caso del otro, el artista anónimo, se trata de amor incondicional al arte o al escándalo por sí mismos.

Para mí, los dos son admirables. No sabría con quién quedarme. O sí. Estoy pensando que, si tuviera que elegir, me quedaría con la cuenta corriente de Hirst y el anonimato del otro. Sería el equilibrio perfecto.

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