Las redes sociales son, entre otras muchas cosas, un "vehículo de gran cilindrada", rápido y potente, para la expresión. El problema se manifiesta cuando ese vehículo de alta gama salta todos los semáforos y controles establecidos; cuando, amparados en un pretendido anonimato, los canallas aceleran y atentan contra el honor de las personas.

En el fondo, estamos ante un problema de educación y respeto (poco valorados en la actualidad, ya que prima más concentrarse en el inglés y las matemáticas: en persona, personalmente, asistí a una sesión en la que un pollino sumaba e, incluso, vociferaba alguna palabra muy sajona) que hay que remediar.

No obstante, esa impunidad no existe; en realidad, hay medios para identificar a los "cibercanallas" que se esconden detrás de pseudónimos, avatares (imágenes alegóricas) o de un nick (colección de símbolos o letras con un sentido o significado restringido).

Amigos, el honor, como la casa propia, son inviolables; no hace falta crear comisiones de estudio, ni reunirse para deliberar si tal o cual decisión atenta contra la libertad de expresión; simplemente se necesita diligencia y hacer cumplir la Constitución.

La Carta Magna es clara, muy clara, a este respecto: en su artículo 18/4 expresa que "la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos". Utilizando el término informática, genérico propio de la época, nos está hablando de todas las técnicas capaces de almacenar, procesar y/o transmitir información; perteneciendo a esta categoría internet y la telefonía móvil.

Por tanto, no hay que regular nada, hay que aplicar la ley: la autorregulación está garantizada y, si no, los que viven de este "cantar" ya lo regularán.

En fin, cuando la educación preside nuestros actos, normalmente sobran las leyes; en el caso contrario, resultan imprescindibles.