Tus ojos reflejaban la fortaleza innata de los montes de tu tierra. Esa imponente mole gris que te hace sentirte pequeño, insignificante? que te impresiona por su majestad y te aterra cuando la ves como echándose encima, como si quisiera tragarte y meterte en sus entrañas? Y de pronto, cuando el sol las besa, sientes las cumbres resplandecientes de nieve y luz. Esa fuerza, ese vigor, esa voluntad y tesón que nos inspiran las altas montañas, los riscos pedregosos y las majadas sinuosas, esos lugares que tú contemplaste como primer paisaje de admirar en tu vida?, se te metieron en el alma infundiéndote esa lozanía, frescura, campechanía y naturalidad que te caracterizó siempre.

Y del deleite de las cumbres y los lagos pasaste por la apacible vida del pastoreo. Aún muy joven experimentaste la ternura del pastor buscando a sus ovejas, conociéndolas a todas, una por una, con su nombre propio. En vivo y directo conociste la imagen del Buen Pastor del que habla el Evangelio. Saboreabas el salmo 22 con preferencia sobre cualquier otro texto bíblico. Cuando llegó el momento de decidir sobre tu porvenir lo hiciste resueltamente, teniendo como objetivo la voluntad del pastor sobre su oveja preferida. Supiste descubrir su llamada, entendiste sus silbidos amorosos que te buscaban insistentemente. Tú te dejaste seducir por él? Y te colmó de dotes naturales que cultivaste con esmero e interés. ¡Tantas manualidades artísticas hicieron tus manos?! Fuiste mañosa para todo. No solamente eras artista con la aguja en primorosos bordados, también manejabas con destreza los alicates, el taladro, la sierra, el martillo o haciéndonos de electricista doméstico si llegaba el caso. Daba gusto verte en la cocina?¡Con qué soltura preparabas una buena comida! Jamás te hemos visto agobiada en el trabajo, ni quejosa en los diferentes quehaceres.

Entre todas las cosas que puedo admirar de ti destaca tu gran pasión por la madre del Señor, bajo la advocación de Ntra. Señora de Covadonga, "La Santina". La bendita Reina de nuestra montaña, que te protegió con una ternura inmensa desde siempre, desde que comenzaste la existencia. No me cabe duda: Ella iluminó tu vida de Clarisa. Desde la bendita Cueva tenía puestos sus ojos en los tuyos, seguía tus pasos de niña, de joven y de mujer adulta. Estabas envuelta en ese manto de la madre que tú misma habías bordado con tanto esmero y amor.

Hermanina del alma, se agolpan en mi mente, como mágico carrusel, los años de nuestra juventud que nunca podré olvidar, en que juntas disfrutábamos tanto, de cosas tan ingenuas e inocentes, como en aquellas tardes domingueras en que competíamos sobre patines en el jardín del noviciado y las carreras en bicicleta con los pies en el manillar? Teníamos, en aquel entonces, un espacio bien reducido para nuestros juegos o diversiones, pero nos arreglábamos con ingenio y humor, hasta marearnos de dar vueltas sobre el mismo círculo. De pronto, oíamos la voz atronadora de nuestro buen capellán D. Manuel Arce, echándonos un regaño por el escándalo -según él- que levantábamos con nuestras risas que resonaban en el campo de la parroquia, hasta asustar a la gente. No digamos nada de los disfraces en carnaval, y las obras de teatro que preparábamos quitando tiempo del sueño. Son muchas las vivencias que hemos tenido juntas, hemos disfrutado y también sufrido. Todo ello teje la vida que nos ha tocado vivir en el monasterio. Ahora, después de cincuenta años de peregrinaje, unidas por la misma vocación, te marchaste. Te fuiste mientras yo te susurraba al oído: "Nieves, estoy aquí contigo; vamos a rezar a la Virgen: 'Dios te salve, Reina y madre?'". Con voz tranquila recé la salve pausadamente. Pensé: "quizá me puedas oír". En algún momento la voz se me quebró, pero me hice la fuerte y continué serena. Cuando terminé de rezar, en aquel mismo momento, dejaste de respirar.

Sor María Nieves, ¡gracias! por tu ejemplo final. Tu despedida fue un mensaje de luz y esperanza. Eras consciente de que sólo nos separaría un tenue velo, una débil niebla que se esfumaría en cualquier momento. Tu acorde final fue perfecto, ejemplar, óptimo: fortaleza, alegría, esperanza y fe. Recibiste a la hermana muerte con la misma actitud que refleja el canto de Santa Clara en sus últimos momentos: "¡Gracias, Padre, porque me creaste!".