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Elogio de la aldea y reivindicación del aldeanu

La identidad y autenticidad de los pueblos por encima de los cambios sociológicos y de los desprecios ignorantes

A mi nieta Alba Arce Alonso, que tiene doble nacionalidad. Es ovetense?y de Ceceda

Hay aldeas cuya definición convencional no figura en el nomenclátor: aldeas de cuento, de cine, de anuncio, de postal?

También las hay novelescas, malditas, mágicas, legendarias?

Y hay algunas, de elaborada escenografía, simples localizaciones pintorescas, tranquilos dormitorios o meros asentamientos geriátricos.

La tradición, el juicio subjetivo del común, no necesariamente unánime, han acuñado esos términos que se han hecho representativos y habituales en los créditos al uso.

Pero hay títulos que se emiten con criterios de autoridad y que hacen a las aldeas que los reciben singulares, superiores y providentes.

Y esas son las aldeas ejemplares, como lo es Poreñu por cualidades y merecimientos más que sobrados, de la regalía de su continente y de la conducta y el mérito de quienes lo habitan y lo han hecho suyo, ya sea por herencia o por adherencia.

En cualquier caso, todas esas aldeas forman o formaron parte de nuestro paisaje -físico, imaginativo, literario o sentimental- y de una memoria más o menos difusa y compartida. Y casi todas, ya sean realidades, ensoñaciones o íntimos afanes, nos pertenecen y personalizan y en algunos casos nos redimen de frustraciones, claudicaciones y vacíos insoslayables. Y en ese universo de lugares dispersos y diversos, reales o inventados, hay también aldeas encontradas, que no descubiertas, con las que alguien se identifica, como en un reencuentro, que tiene algo de revelación. En esas aldeas, uno reconoce que ellas pueden ser su sitio en el mundo, quizá cuando ya es tarde o sencillamente imposible, pero lo cierto es que esa certidumbre merece la pena. Y la alegría consiguiente, por muy liviana, trivial y efímera que ésta sea.

Pues bien, ese regazo maternal que nunca tuvimos, ese Edén terrenal al que siempre aspiramos y que probablemente algunos nunca poseeremos, tiene un nombre propio y exclusivo.

No es Utopía, es Poreñu.

Antes o después, cualquiera que sea nuestro estatus, procedencia y rango, lo cierto es que todos somos aldeanos. Aldeanos en el sentido más genuino, no como una definición geográfica o administrativa. Ser aldeanu no es un don. Tampoco es un estigma.

Para los villanos -es decir, para los naturales y vecinos de Villaviciosa, por ejemplo- la aldea forma parte de nuestra identidad, de nuestra morfología y de nuestra genealogía.

Esa aldea biográfica, ese antecedente familiar, materno o paterno, puede llamarse Lugás o Grases, y ser en ambos casos un mero testimonio oral en boca de los abuelos o los parientes, que en ningún momento llegó a tomar cuerpo, a materializarse.

En consecuencia, la aldea, para una gran mayoría, es un anhelo insatisfecho que suele tener compensaciones erróneas y lenitivas, terapéuticas.

Esa casa en la aldea que se disfruta los fines de semana o durante el veraneo es una alternativa, un sucedáneo, pero no un acto de reconocimiento e integración social.

Vivir en la aldea, ser aldeano, no es una fatalidad, aunque puede serlo, ni tampoco un privilegio, que a veces lo es. Es un atributo esencial, deformado por la mala literatura y un sentir popular peyorativo, fruto de la ignorancia compartida, los tópicos del refranero y una soberbia asimilada en un sistema de educación clasista y retrógrado.

"Al aldeanu y al gorrión, con perdigón".

"Regalín de aldea, pa quien lu quiera".

"Aldeanu, faltu de razón y majaderu".

"Sol madrugador, cura caleyeru y aldeanu cortés, pa jo? a los tres".

Etcétera, etcétera, etcétera.

Brutu y burru, incultu y rústicu son las equivalencias de aldeano que consagra el diccionario. Acepciones ofensivas e inciertas, que no se corresponden con la realidad y que la RAE debería reconsiderar y modificar. Con toda seguridad, nuestro paisano Víctor García de la Concha estará de acuerdo con esta enmienda a la totalidad.

Cualquier estudio sociológico que se realice hoy denotaría la falsedad de tales términos y tan denigrante reputación y, por añadidura, revelaría el grado de preparación profesional e intelectual de los nuevos aldeanos, gente, en una gran proporción, universitaria, progresista y contemporánea, integrada en las nuevas tecnologías y con presencia, participación e influencia, en la "aldea global".

Del aldeanu analógico hemos pasado al aldeanu digital.

Valores en decadencia como la convivencia activa, la participación comunitaria, la solidaridad, tienen su hábitat en los pueblos, donde las relaciones son más cercanas, el conocimiento más profundo y los afectos más entrañables, si bien hay excepciones solo imputables a la condición humana.

En la aldea todos tienen un nombre y hasta un sobrenombre, una historia conocida y participada, todo se sabe y nada se ignora, al contrario que en las ciudades, donde casi todo se desconoce y casi nada importa. El vecino urbano es un prójimo desconocido y ajeno, de quien ni siquiera sabemos cómo se llama, qué necesita, como es? ni a qué dedica su tiempo libre.

Y este universo tan minúsculo y diseminado, difuminado en el recuerdo y tan certeramente recreado en la plástica melancólica del inigualable Monchu, la presencia femenina ha desempeñado siempre un papel clave y principal, más que discreto, casi silente y subordinado. Su sacrificio cotidiano, su discreción atávica, su sentido natural de la dignidad, el honor y la vergüenza, y la profundidad de su arraigo y su pertenencia a un núcleo familiar han servido para salvar valores, predios y haciendas.

En la aldea, en fin, se vive en comunidad y en compañía, en un régimen vecinal de reciprocidad, y todo lo que ocurre en ella es colectivo, para bien o para mal. Y el fruto de esa manera de vivir es un patrimonio indivisible, sin dueños particulares ni réditos materiales, que se traduce y se contabiliza en el PIB, Producto Interior del Bienestar.

Vivir en la aldea no es una gracia, pero tampoco una desgracia.

Hubo una época en cuyo devenir la aldea era autosuficiente, bienaventurada, autárquica. Sus habitantes vivían de sus cultivos, de su ganado, y cuando bajaban a la villa lo hacían para vender, no para comprar. Se vivía modestamente, pero con dignidad, hasta que la economía agraria dio un vuelco. Se ganó cierta estabilidad y el vecindario pasó a ser consumidor. Ese fue el cambio, la conquista y el declive.

Gracias al aldeanu, Asturias es como es, tan guapina, tan equilibradamente natural como la conocemos y disfrutamos hoy. Y lo es por su trabajo, no como resultado de una planificación estética ni política. El aldeanu es el artífice del paisaje y a medida que crece su ausencia, ese paisaje se desnaturaliza, se deforma, se calcina y se hace desértico o salvaje. Los prados y los huertos, las caserías, los pueblos, todo se vuelve maleza. Y como me decía recientemente un paisano: "cuando yo falte, Baristo, too esto será un matu".

Ese artífice de Asturias, ante el fuego devastador que se produce cíclicamente y el abandono generacional del territorio, tiene que ser ahora su guardián y su artificiero. El paraíso que tanto pregonamos está en riesgo de desaparecer por la acción o la omisión del hombre.

En definitiva, la aldea humana se está deshumanizando.

Y ante un fenómeno de tal magnitud y de tan nefastas consecuencias para todo y para todos, es necesario que los poderes públicos movilicen a geógrafos, antropólogos, etnógrafos, economistas, historiadores, ecologistas, sociólogos, diseñadores, artistas, arquitectos, urbanistas y, cómo no, a los aldeanos. Y a esa compleja tarea, que implica a numerosas áreas del conocimiento y la experiencia, podrían contribuir con sus aportaciones personalidades muy distintas y todas competentes en su especialidad como: Adolfo García, Aladino Fernández, Jesús Arango, Carlos Lastra, Jaime Izquierdo, Juan Pedrayes, Roberto González Quevedo, Elías Benavides, Víctor Vázquez, Paco Rodríguez, Juan Luis Rodríguez Vigil, Astur Paredes, José Santamarina, Etelvino González, Xuacu López, José Luis Marrón, García Arias, Manolo Linares?

Y Poreñu podría ser el foro para ese debate intelectual, abierto a la concurrencia de ideas, al contraste de experiencias y a la libre y abierta intervención cívica e institucional. El Ayuntamieno de Villaviciosa y Cubera podrían ser en ese empeño los aliados perfectos.

Hoy (por el sábado) asistimos a la configuración de un nuevo tipo de aldea, urbanizada en sus estructuras y modificada artificialmente en su demografía y su sociología, diseñada por profesionales neutros e intercambiables, unánimes en su mimetismo y colonizada por domingueros, jubilados y rentistas prófugos, que buscan en ella, por conveniencia, aislamiento, representación y tranquilidad. Y esa transformación tan genérica y tan profunda es un hecho que afecta al individuo, al conjunto y al entorno, como una metástasis sin freno y sin tratamiento: cambia el panorama y su horizonte, cambian el caserío, los usos y costumbres, las relaciones sociales, el medio ambiente, el lenguaje y la mentalidad. La aldea de 2018 ya no es lo que era: no hay en ella jóvenes ni niños, hay mayormente viejos. Ni carros del país ni facinas o balagares. No hay tampoco las clásicas figuras protectoras: el cura, el maestro, la benemérita. Y todo ello sin menospreciar los daños colaterales: no hay tiendas mixtas, ni chigres, ni cine, ni baile los domingos y fiestas de guardar.

Y por todo lo contrario es Poreñu ejemplar, por su resistencia a la estandarización, su capacidad para asimilar lo nuevo y lo ajeno y hacerlo propio y peculiar, por saber conservar la memoria ancestral, no como un experimento, sino como una forma de ser y de estar. Y por ese afán civil y civilizado para afrontar, entre todos, retos y proyectos, a través de ese instrumento viejo y vigente, cooperativo, útil y eficaz de la sextaferia. Para alcanzar la perfección, sólo le falta el barín, y todo se andará. Para atender a la feligresía, ahí está, siempre disponible, el múltiple y ubicuo Agustín Hevia, y aquí están también las escuelas, recuperadas y más dinámicas que nunca y más polivalentes social y culturalmente, aunque sin profes ni rapacinos.

En la aldea está el alma y el corazón de los pueblos, la memoria y el testimonio de una existencia en peligro de extinción, el primer destino y el último refugio en estos tiempos de inestabilidad, incertidumbre y mudanza. Porque aquí la vida, la familia, la comunidad, adquieren su sentido más auténtico y trascendente, si bien todo tiene sus límites y sus complicaciones.

No en vano se dice: pinta la aldea y pintarás el mundo.

Como igualmente podría decirse, escribe de la aldea y escribirás del mundo, como sabe muy bien José Manuel Valdés Costales, un aldeanu de Quintueles, a quien los libros -no los suyos, sino los ajenos- han hecho universal, como lo podría hacer su sobria escritura, en prosa o en verso, que tan celosamente escatima incluso para sí mismo y que con idéntica exigencia administra y suministra para los demás.

Pues en ese escenario llamado aldea, que, en efecto, puede tener, en ocasiones, más tramoya que arquitectura y que acumula copiosa bibliografía, el aldeano -el de siempre y el sobrevenido- puede desarrollar con más libertad una idiosincrasia, que mezcla y sustancia muy diferentes ingredientes: la sociabilidad, el orgullo, la insumisión, la laboriosidad, la independencia, el instinto para sobrevivir con muy poco, el ingenio para descubrir la cara oculta de las cosas, la prudencia en el trato, que no la desconfianza; el carácter reservado como defensa ante cualquier intromisión, la retranca en la práctica cotidiana del humor, la astucia y la zuna, tan nuestra y tan aldeana, más como resabio y habilidad que como actitud maligna y maliciosa. Si los ingenieros y los geólogos hubieran hecho caso a la sabiduría popular de los lugareños, ¡cuántos argayos se habrían evitado! Cuántos argayos y cuántos millones, como ocurrió entre Fabares y el Cabañón y ocurre ahora en Sobrescobio.

Además, ya lo dijo Julio César: "prefiero ser el primero en la aldea -es decir, en Poreñu-, que el segundo en Roma".

El aldeanu, para qué negarlo, es desconfiado legítima y justificadamente. En el transcurso de la historia fueron muchos los atropellos, expolios y engaños acumulados sobre sus espaldas. De ahí su recelo ante el cacique, la autoridad y el forastero. Unas veces los abusos fueron graves, otras anecdóticos y pasajeros.

En cierta ocasión, disfrutaba de un paseo placentero y rural en las cercanías de Pola de Siero, y a mitad de camino, los tres excursionistas que éramos -mi mujer, el pintor Casimiro Baragaña y yo- nos detuvimos a descansar en un cruce sobre el que habían derramado sus frutos dos monumentales nogales. No pudimos resistirnos, y como las nueces estaban en suelo fuera de dominio particular, hicimos una provechosa recolección. Y cuando ya nos íbamos, la vieyina del visillo que hay en todos los pueblos y que nos había estado observando salió de su escondite, se plantó en jarras en medio de la caleya y exclamó para ser bien oída en la media distancia:

-Ya me paecía mí que no yera too turismo.

Son muchos los autores que han calificado al aldeano de apacible y de buen trato, incluso de misericordioso, de genio despejado e inteligente, pero, como buen asturiano, no transitivo en la percepción orteguiana. Ciertamente no es un ser carente de defectos, como todo hijo de vecino.

Pero el aldeanu no es necesariamente un paleto, ni un cateto, ni un palurdo. Puede haberlos en la aldea -que los hay-, pero son más abundantes y más nocivos en las ciudades, incluso en el hemiciclo, pisando moquetas y ocupando despachos oficiales. Todos son un estereotipo, un esperpento, la caricatura crítica de la incultura y la necedad, imperfecciones que no tienen una patria exclusiva ni un genoma excluyente.

Y Poreñu, por múltiples razones -algunas muy personales-, es el ámbito, abierto y concesivo, indicado para plantear, con tanta humildad como determinación, la revisión y crítica de algunos de esos conceptos y la rectificación íntegra de otros, que tienden a la descalificación sin razonamientos y a la condena sin defensa ni alegaciones.

Poreñu, en fin, es la tribuna apropiada e idónea para proclamar, entre amigos, conocidos y allegados, todos bienvenidos, la merecida alabanza de la aldea, sin menosprecio para la corte, y la justa reivindicación del aldeanu.

En pocas palabras, exactamente seis: Arcadia no existe, pero Poreñu sí.

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